Soy lo que escribo

Escribo como quien respira. Muchas veces escribo aunque no tenga nada que decir. Llegar a la hoja es como verme en un espejo. Ver la vida como es.

Decir por ejemplo de mi alegría al volver a encontrar a mi peluquero después de más de un año. La sensación de andar por las veredas del barrio.

La evocación de ya tantas idas y venidas por el inmenso tejido de João Pessoa. Barrios. Personas. Lugares. Sensaciones. Sentimientos. Todo se junta y se consolida.

Cuando escribo salgo de una sensación como de extrañamiento. Aquí lo eterno vivido es concreto. No son elucubracioes sino experiencia. Intentos y tropiezos. Caídas y recomienzos.

Dejé de leer el libro de Raúl Pompéia, “O Ateneu”, ya que me recuerda cosas que preferiría  olvidar. Leo por placer, como Borges también hacía.

Al leer voy descubriendo maneras nuevas para mí, de decir las cosas. La vida sale de una condición fictícia y se hace real.

Lo real vivido, que integra lo interno y lo externo, se muestra en toda su riqueza y plenitud. Un libro remite a otro, este a otros, y así sucesivamente.

La literatura integra la vida, así como también lo hace la escritura. Cuando leo lo que escribo salgo de una sensación como de vacío. Mis escritos dicen de mí más de lo que yo quise decir.

Cualquiera de mis escritos tiene esta cualidad. Esto me alegra y me sorprende, una vez que es un ejercicio plenificante. Me doy cuenta de por qué lo que escribo toca a la gente.

Soy lo que escribo. No necesito ser otro cuando escribo. Soy yo mismo. Lo mismo me sucede en las relaciones sociales.

Aquí un poco menos, talvez debido a condicionamentos antigos que aprendo a ver y a dejar de lado muchas veces. Entonces el instante, todos los instantes, van siendo cada vez más plenos.

Muchas veces mis escritos anticipan lo que soy, revelándome lo que desconozco. Así me libero, me renuevo, renazco, en esta mi lenta etapa de ir hacia lo que me espera al final del camino.

Un demorado y disfrutado recoger frutos. Así se suspende la muerte, y aprendo que lo que más tememos como humanos, es la no aceptación.

Me abro espacio de distintas maneras, como hice siempre. Reconozco mis distintas modalidades o identidades que, sin embargo, componen un único y potente yo.

Mis textos tienen frecuentemente el carácter de pinceladas o bosquejos. Siempre contienen más que mi propia visión o relato de experiencia, ya que se nutren de una vida rica en contactos y colaboración recíproca.

Veo “en la etapa postrer de la pendiente,” como dice Belisario Roldán en su poema Las rosas crepusculares la belleza de este tiempo singular del crepúsculo, que es un nuevo amanecer.

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