Cortázar y la razón poética

El artista es el anunciador de una época nueva.

El pensamiento del artista, al que doy el nombre de Razón Poética, legitimada en el último siglo por pensadores como Heidegger, Ricoeur y María Zambrano, es el eje de la obra de Julio Cortázar, quien ha creado dentro de esta concepción, y teorizado sobre ella. El artista es para él el hombre nuevo que los tiempos actuales deberán alumbrar, entre los estertores del mundo viejo, los gestos anquilosantes de la rutina, y la violencia de una humanidad amnésica y suicida.

Recordemos una vez más que el poetizar, no es solo la construcción de un género literario, sino ante todo, un modo de vida y de conocimiento. En todos los momentos creativos de la historia ha resurgido la continuidad de las artes en un ámbito común que los griegos llamaron mousiké, lugar de las musas. Cada una de esas damas simbólicas, númenes celestiales, presidió una modalidad expresiva, que comporta una técnica específica, pero todas ellas se hallaban fundadas en una común manera de pensar y sentir la realidad, tanto física como metafísica, desde el nous, o conocimiento profundo y esencial. A lo largo del tiempo la Razón Poética se manifiesta en la tradición del orfismo, que conecta la poética clásica, la lírica del Medioevo y el Renacimiento, con las poéticas modernas del Romanticismo, el simbolismo, el creacionismo y aún, hasta cierto punto, el Surrealismo.

El artista nato -a cada paso lo vemos ya se trate de Leonardo o Van Gogh, también de William Blake, Cortázar o Ramponi- tiene predisposición para distintos modos del arte aunque cultive en particular una de sus vías. A grandes rasgos puede hablarse de dos tendencias, musical y visual.

El artista musical hace del oído el órgano espiritual por excelencia. Intuye al universo como sonido y despliega su expresión desde el canto y las formas primitivas de la sonoridad hasta las vías más refinadas y complejas del arte musical. El artista visual, considerado como un tipo humano eidético, da primacía a las artes del espacio, haciendo del color, la luz y el volumen, así como el movimiento de la danza o las técnicas modernas de la plástica, las herramientas de su expresión.

En la poesía suelen combinarse estas dos modalidades, anteriores a la reflexión. El poeta tiene como materia al lenguaje, pero apela permanentemente a un estrato previo, el campo de la imagen, ya sea visual, auditiva o de otros órdenes sensibles e imaginarios. El lenguaje poético tiende visiblemente al orden musical, o es propicio a la plasmación de imágenes pictóricas, sinestésicas, de movimiento, que son las que permiten la traducción a otras lenguas, o las transposiciones de arte a las que han sido tan afectos los artistas modernos. En ese nivel, que denominamos translingüístico, – nivel a menudo relegado por los analistas de la lengua – es donde se instala la fraternidad de las artes, de los artistas.

Julio Cortázar es uno de nuestros escritores mayores, tanto por su significación intelectual como por su maestría expresiva y su manejo del idioma. Ha sabido llevar la lengua, el idioma español-argentino, a un grado poco común de esplendor y expresividad, incorporando en algunos casos el lunfardo, cultivando sin chabacanería el habla nacional que desde el siglo XIX se afirmó en las obras de Lucio V. Mansilla, Cambaceres, Macedonio Fernández, Cancela, Arlt, Borges y Marechal.

Cortázar fue renovador de todos los géneros: el cuento, la novela, el ensayo, la poesía. Menos brillante en el teatro, también lo intentó. (Su obra Los Reyes no pertenece al teatro convencional sino a la poesía escénica). Agudo observador de la sociedad y sus vicios, practicó un humorismo de la mejor ley. Inventó los cronopios y los famas, con una variante, las esperanzas, fauna imaginaria en la cual puede reconocerse, en alguna medida, la especie humana. Como poeta, desarrolló en máximo grado la intuición receptiva, y abrió el lenguaje al máximo de sus posibilidades semánticas y sugestivas.
Su relación con las artes no es circunstancial sino profunda y necesaria a su pensamiento. En efecto, Cortázar ha sido en estas orillas (pese a su exilio) el máximo defensor de lo que hoy se llama la razón poética, que no es privativa del poeta sino en general del artista. Tristán Tzara, el pintor que encabezó el dadaísmo, se preguntaba: ¿Podrá dudarse de que hay un pensamiento en la pintura? En cuanto a la música, acaso no cabe hablar de un “pensamiento”, pero sí de un logos, un mundo espiritual, un espacio significativo que no pasa por la racionalidad y sin embargo conecta a los hombres en un plano profundo de significaciones.

Julio Cortázar pertenece de raíz al tipo musical, pero como todo artista genuino se sintió solicitado por otras artes. Se inclinó a la música como oyente, melómano y conocedor de la música contemporánea, como cultor del jazz (durante su paso como profesor en Mendoza formó parte de un grupo de amantes del jazz) y por supuesto del tango.
Pero hay algo más profundo en su relación con la música, y es su moldeado en la herencia órfico-pitagórica, que elevó a la música por encima de otras artes, enlazándola con la filosofía del número y con el tema de la salvación del alma. Cortázar ve en el universo la presencia de un orden musical, un ritmo cósmico que se manifiesta en la astronomía, la geología, los reinos vegetal y animal y la constitución psicofísica del hombre. Repite una frase de Arturo Maraso, uno de los maestros que recuerda de su etapa adolescente: El mundo era tan solo una música viva. El ritmo es determinante de una actitud clásica que preside sus primeras obras, y entra en contrapunto con ulteriores momentos en que se abre paso la visión del grotesco, el mal y la caída.

Refiriéndose a su propio destino dice en el libro Territorios, tan autobiográfico como todos los suyos:

“Al final, sin batalla y solapadamente, las palabras pudieron más que las luces y los sonidos; no fue músico ni pintor, empezó a escribir sin saber que estaba eligiendo para siempre, aunque su escritura guardaba todavía el contacto con los vidrios de colores y los acordes de un piano ya cerrado. Era inevitable que la estética simbolista le pareciera el único camino, que su primera juventud se ordenara bajo el signo de las correspondencias, que la poesía finisecular francesa se mezclara con Walter Pater, con Whistler, con D’Annunzio. Cuando esto quedó atrás y él entró en su tiempo tumultuoso y se supo latinoamericano, no lo hizo con desprecio ni despecho, su corazón guardó el prestigio de las iridisaciones y resonancias (…) Siempre se dará en él, en algo de él, esa hora fuera del tiempo, donde los juegos de luz de un vitral o de una pintura de Nierman, el escalofrío a pleno sol del fauno de Debussy, la resonancia de palabras que laten como un pulso, lo devolverán a una condición privilegiada, a un instante de temblorosa maravilla: otra vez, contra el cielo azul, un fragor de cristales rotos, un olor quemante de sal, un niño que juega con lentes e interroga a los astros”. (Territorios, p.110)

Cortázar tocaba la trompeta y admiraba a Armstrong (Satchmo), a Gillespy, a los grandes del género. Veía en el jazz esa amada combinatoria del ritmo y la libertad; una creación comparable al poema, que también se debate entre la musicalidad que lo ata al ritmo cósmico y la libertad que lo convierte en aventura. El poema es para él un solo de jazz, y esta afirmación podría apuntalarse con muchos textos poéticos y teóricos, a lo largo de toda su vida.
Su cuento El perseguidor, dedicado a Charlie Parker, The Bird, es un buen ejemplo de la conjunción de la música y la vida espiritual. Construye un personaje, Johnny, que es un héroe o anti-héroe de la marginalidad, la vida interior y el arte. Johnny es un músico y a la vez una especie de shamán, un experimentador del tiempo. Se hace evidente la fusión del autor con ese personaje tierno y vencido por la droga, un cronopio que definitivamente no entra en la sociedad, así como con Bruno, su partenaire, que reflexiona sobre la experiencia del artista. El diálogo de estos dos personajes que son como las dos mitades de la actitud del autor -su cara creativa y su otra cara inquisitiva, filosófica e incluso científica, que no muchos críticos han visualizado- esboza un planteo que lo ha preocupado permanentemente: la suspensión del tiempo, la entrada en otra dimensión a través del arte y fuera de éste. Es un tema propio del artista metafísico, especie cronopia a la que Julio sin duda alguna pertenece.

Un libro en el que se manifiesta plenamente el tema del ritmo cósmico es Prosa del observatorio, obra que no es de las más difundidas del escritor. El punto de partida del libro lo han sido las fotografías tomadas por Cortázar en un viaje a la India, de los restos de un observatorio en desuso, construido por el sultán Jai Singh, para medir la regularidad de las mareas. A ello se une en coincidencia junguianamente significativa, la noticia periodística sobre la peregrinación de las anguilas, que parten de ciertas costas y llegan con pasmosa regularidad, todos los años, a la otra punta del mundo para permanecer sumergidas durante ocho años y volver luego a la luz, una vez incubadas sus ovas. Al superrealista Cortázar lo impresiona tanto el tema de las anguilas como la ley cósmica que rige la vida de los mares evidenciando ritmos desconocidos en su origen y sentido. También lo impresiona retomar con sus fotografías la actitud receptiva del sultán ante los fenómenos naturales. Asombro y horror, maravilla y espanto, son las respuestas que suscita la perfección de un engranaje ajeno al hombre, que es ante la conciencia su real alteridad, lo otro no reductible.

Julio se interesó mucho también por la pintura, como lo muestran los libros en colaboración con el pintor Julio Silva o el dibujante Sábat, y su obra Territorios dedicada a los pintores surrealistas. No es por cierto un crítico de arte, ni siquiera un comentarista regularmente abocado a transferir la emoción o el eco de la obra plástica: en ciertos casos toma el cuadro como punto de partida de una interiorización, que lo conduce a evocar su infancia y otros momentos de su vida. En otros casos combina la descripción, siempre rápida y abocetada, del cuadro, con una extensión imaginaria que le permite identificarse con el pintor, extender su mirada o jugar tácitamente con conceptos que le atribuye.

No se busque en Cortázar al crítico del arte, sino al artista que vibra empáticamente con la creación de otros artistas y también al pensador que da cuenta de la originalidad del arte.

En el libro del dibujante Hermenegildo Sabat dedicado a Toulouse-Lautrec, inserta una historia inventada que titula “Un gotán para Lautrec”. En consonancia con los dibujos de Sabat, que recrean la pintura del ambiente prostibulario de Montmartre, Cortázar imagina que la francesita Mireille, supuesta amiga del pintor, viene al Plata para convertirse en la Rubia Mireya del tango. Esta transposición le sirve para evocar, nostálgico, a las francesas que vinieron a la Argentina para ejercer su antigua profesión, y a los porteños que soñaron con el éxito en Francia, sin dejar de verse a sí mismo, un poco oblicuamente, a través del tango “Anclao en Paris”.

En Territorios, libro esencialmente visual, Cortázar acompaña una serie de reproducciones de cuadros y material fotográfico con textos que entran en las categorías del humor, la poesía o el comentario reflexivo. La primera impresión que esta escritura produce es la del juego, que induce a mirar los cuadros de Pierre Alechisky desde la óptica de una hormiga que penetra en la trama del color y el dibujo. Creo que esta es una técnica para dispersar cualquier expectativa de lo que se conoce como crítica de arte. Sin embargo el autor entra en varios momentos muy a fondo en el impulso artístico, a través de la identificación con el artista, de la ampliación imaginaria de la pintura, o del paralelismo con situaciones autobiográficas. Se trata, sobre todo, de una aproximación empática.

Flota en el libro la valoración del arte como vía privilegiada del conocimiento, y del artista en su protagonismo humano. Despliega también, en tácita confrontación con la psiquiatría, la defensa de la locura que secularmente ha sido asociada a la mentalidad del artista, divorciada de las vías racionalistas y conformistas.

Más cerca de Rimbaud que de Mallarmé, y más próximo de Keats que de André Breton, Cortázar es el artista adolescente, romántico, clásico-moderno. Su pasión metafísica, tocada por la angustia, se resuelve en una utopía poética que alimenta con vehemencia. Hizo de John Keats una figura-símbolo con la cual se identificó, y tradujo admirablemente su poesía.

Su contacto con el Surrealismo tanto plástico como poético se hace notable en su obra desde muy temprano. Si interpretamos adecuadamente su drama juvenil Los Reyes, publicado en el 49, vemos expuesta con nitidez su opción romántica y surrealista, al exaltar la figura de Minotauro, héroe oscuro que se impone a Teseo, su matador. En el combate entre la razón y la poesía, entre la luz de la ciencia y la penumbra de la intuición artística, la decisión del joven Cortázar está tomada. Cuando comenta, años después, los grabados del austríaco Alois Zötl sobre animales, nos da a entender que no es preciso inventar una fauna artificial para dar cuenta de lo extraordinario de la realidad: basta con observar de una manera nueva todo lo existente. Lo maravilloso-real aparece a la mirada dispuesta y receptiva. A Cortázar le ha interesado la pintura de Magritte, los paisajes oníricos de Remedios Varo, los collages de Max Ernst.

Pero las cosas no son simples. Hay de por medio una búsqueda del sí mismo, que trae consigo la emergencia de una conciencia ética, la revisión del individualismo, la opción de los últimos veinte años por una participación política que puede no ser compartida pero nunca ignorada en la vida del escritor. Despertó tardía y parcialmente al compromiso histórico, y defendió hasta su último día la libertad creadora. En ese compromiso debió afrontar dificultades por su defensa de casos particulares como el caso Padilla, y su fidelidad a una razón ampliada, sin que estas disidencias disminuyeran su compromiso.

Tempranamente hizo la crítica de la modernidad, con sus excesos racionalistas y técnicos. Se anticipó a los posmodernos sin caer en el nihilismo de algunos de ellos. Su crítica del racionalismo, el puro cientismo, la mentalidad pragmática, venía de la Razón Poética, no de un eurocéntrico cansancio de época.

Como poeta y como latinoamericano sostuvo hasta el final la esperanza y la dignidad del vivir. En el fondo apostaba a una utopía poética, y estaba atento a los aportes de una ciencia nueva. Una sociedad justa –pensaba- sólo puede ser construida sobre la base de hombres transformados. Es lo que surge de su obra, y de su invariable amor a John Keats, al que dedicó su máxima admiración, expuesta en un libro que es también su poética.

Por distintos caminos -más apegado a la tradición el uno, más aparentemente revulsivo el otro- Marechal y Cortázar se conectan profundamente. No es casual que el joven Cortázar, indignado por la indiferencia que suscitó la publicación de Adán Buenosayres, hiciera la primera y sorprendente defensa de esta novela, clásica y vanguardista.

Recordaré finalmente un texto emblemático de Apollinaire, La jolie rousse, que aproximó el orden y la aventura como polos que se reclaman. La poesía ha seguido todos los rumbos, ejercitado todos los lenguajes, acompañado todos los tiempos, resistente a las condenas y las actas de defunción. En plena era cibernética, en medio de la globalización tecnoeconómica y las sucesivas crisis planetarias, la poesía sigue siendo un pensamiento auroral, una reserva de lo humano.

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