Escribir me ha traído el afecto y el aprecio de personas que me han hecho llegar sus impresiones.
Me doy cuenta de que estas muestras de cariño tienen el efecto de suplir un espacio dentro mío.
Este quehacer mío es, entonces, algo solidario. Construyo puentes. Abro espacios. Recorro caminos. Me acerco de la gente y me siento envuelto en afecto.
No sé si he dicho algo muy claro. Para mí lo es. En un mundo donde no siempre se valoriza lo que hacemos, cuando alguien me hace llegar sus palabras de reconocimiento, es un ladrillito más que voy poniendo en la pared.
Me voy levantando otra vez.
A lo largo del tiempo he ido viendo cuál ha sido mi trayectoria. Hacerme un lugar. Formar parte. Echar raíces.
Entonces me invade una sensación sin igual. Es como tener amigos y amigas. En realidad, estas personas son más que eso. Son socias. Somos colaboradores y colaboradoras en una tarea común.
Romper el aislamiento. No aquél que nos separa de la abominación y la barbarie. La defensa es necesaria. Aún más en los días de hoy, en que pululan las bestias disfrazadas de salvadores o salvadoras.
Recuperar lo pequeño. Lo imprescindible. Lo esencial. Eso que hace que seamos capaces de pasar de un día al otro.
Por eso es que cuando escribo, tengo presentes a estas personas que se han ido entrañando en este quehacer.
Muchas veces me han hecho ver con más claridad quién soy yo. Esto no tiene precio. No diré aquí y ahora sus nombres, pero una cosa pueden tener en claro: No he olvidado a nadie que haya puesto su granito de arena en este trabajo mío de ir viniendo en letras y palabras.