Una sociología activa y experiencial

fotoDicen que en la lápida de la tumba que guarda los restos mortales de Karl Marx, el genial judío que escribió El Capital –entre muchas otras obras valiosísimas y muy actuales– están escritas estas palabras: “Hasta ahora los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo. Es hora de transformarlo”.
Yo pasé muchos años de mi vida estudiando la sociología, y muchos más tratando de practicarla, a mi modo. La convivencia con la llamada “comunidad académica” me fue enseñando muchas cosas, entre las cuales, cómo es difícil coexistir con quien piensa, siente y actúa de maneras muy diferentes de las nuestras.
Sin embargo, es un ejercicio inevitable, no sólo en el medio científico y profesional, sino también en toda otra actividad social. Lo que hoy rescato de más valioso de ese tránsito, voy a tratar de resumirlo en pocas palabras. Creo que me puse a estudiar sociología en buena medida por influencia de mi padre Omar, que es hijo del sociólogo Juan Lazarte.
Hubo también otras varias fuentes que me parece que confluyeron para traerme a este espacio de interpretación y de acción. Una de ellas, el especial clima que se vivía en la Argentina de los años 1960 y 1970, en el que pululaban ansias de cambio social en el sentido de la libertad, la justicia y una forma de vida más igualitaria.
Otra, no menos importante, mi necesidad personal de integrarme socialmente a la ciudad de Mendoza, a la que había llegado casi como un extraño, después de varios años de internado en un colegio en las sierras de Córdoba. Tenía que encontrar mi lugar entre los jóvenes y las jóvenes de mi ciudad natal, superando las barreras de una educación que había dificultado bastante mi asimilación al medio social.
Todo esto lo digo para ir situando el sentido y el foco de estas reflexiones. Mis estudios universitarios en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad de Cuyo, ciertamente me ayudaron a integrarme con la gente, en la medida en que había tareas comunes, convivencia, y un ejercicio muy valioso de práctica social y política con mis colegas estudiantes, que nos llevó a salir de los muros del academicismo para sumarnos a la movilización colectiva.
Creamos una carrera de sociología orientada a la acción transformadora, que suponía un trabajo junto con los sectores populares. El golpe militar de 1976 y la subsecuente dictadura pusieron fin a esta experiencia. Tuve que exiliarme en Brasil, como tantas otras personas. Allí conseguí terminar mis estudios y empezar a trabajar en mi área profesional. Investigación, docencia, publicaciones, congresos.
Los años pasaron y hoy participo de una acción ciudadana nacida en el noreste brasileño: la Terapia Comunitaria Integrativa, creada por el Dr. Adalberto Barreto, médico psiquiatra, teólogo y antropólogo, profesor de la Universidade Federal do Ceará. Esta tecnología de cuidado, que está basada en la pedagogía de Paulo Freire, posibilitó mi reencuentro con mi vocación original: una acción transformadora que humaniza, horizontal y circular.
Aquí voy superando las alienaciones intelectualistas que medran no sólo en la universidad, sino también en los medios de comunicación, desde los cuales se propagan valores e ideas excluyentes y reproductores de la dominación política y social. La Terapia Comunitaria Integrativa actúa en el sentido de la recuperación de la persona humana, creando y fortaleciendo vínculos sociales positivos, disolviendo la anomia y la alienación.
Promoviendo la autoestima de los sectores más vulnerables, en una interacción entre el saber popular y el conocimiento científico. Creando ciudadanía en la base de la sociedad. Es una forma activa y práctica de acción sociológica. Una sociología que sale de los libros para venir a lo cotidiano, a la familia, a las redes sociales.

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