Un solo país

Hay una Argentina de cuando estoy afuera y otra de cuando estoy allá. Pero ¿cuándo uno está fuera de su país, si el país es uno mismo? Esto es cierto, pero me refiero al país externo, ese que está fuera de uno, la ciudad de Buenos Aires o Mendoza, los aeropuertos de El Plumerillo o Ezeiza, el ómnibus de Tienda León, las veredas y los taxis, los bares y los kioskos, restaurantes, el país de afuera. Cuando estoy de afuera, el país de afuera está adentro, es un recuerdo.

Cuando estoy adentro, no me acuerdo de que hay un país de afuera y el país me parece el mismo país que dejé hace ya tantos años. Un país de historias en los libros, de sueños de un día tornarse un país. Si hay dos Argentinas o talvez más, parece un juego, pero es verdad. Hay veces que sé bien clarito en la cabeza, que son dos países distintos, y me río de mí mismo por ser tan crítico de un país de tiros y balas, de policía y ejército en la vida de cada uno. De iglesia y balcón de la Casa Rosada, de la casa de Gobierno. Pero hay otro país que he recordado mucho en estos días pasados.

Un país sin generales ni tortura ni desparecidos, ni crímenes contra la humanidad. Una Argentina, un país de chico, de acequias y barquitos. De parras y montaña. Últimamente, te cuento que este país está más que el otro. Es un país de niño, de patio con malvones y juegos en el piso. Los juegos en la vereda, los vecinos, el verdulero italiano y el gallego del almacén. Cada vez más este país, menos el otro. Cada vez más una Argentina, una Mendoza, muy chiquitos. Me veo en ellos o soy ellos. Un solo país.

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