El Pueblo de Dios, por José Comblin

Se presentan aquí trechos del libro de José Comblin, El pueblo de Dios

INTRODUCCIÓN: Este libro fue escrito en vista del nuevo pontificado. En el origen hay un gran acto de esperanza en el advenimiento de un nuevo día después de la “noche oscura”. La esperanza tiene por objeto un retorno a los principios del Vaticano II. No se trata del Vaticano III. No podría haber Vaticano III sin, primero, volver al Vaticano II.

Al final de la carta apostólica Novo millennio ineunte, el Papa Juan Pablo II escribía “Concluido el Jubileo, siento aún más intensamente el deber de indicar el Concílio como la gran gracia de que se benefició la Iglesia en el siglo XX: en él se encuentra una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza” (n.57).
No se trata sólo de volver a los textos del Vaticano II como si estos textos fuesen un punto de llegada /, pues el Concilio estaba muy consciente de dar un primer paso para un gran proceso de cambio. Sabía que era el inicio de un gran viraje en la historia de la Iglesia. Por eso importa, en primer lugar, partir de la impresión profunda que recorre todo el proceso conciliar.

Los textos conciliares no son homogéneos. Muchas veces son el resultado de compromisos entre el llamado a la renovación y los temores de los conservadores apegados a formulas del pasado. A veces los textos parecen contradictorios, o, por lo menos, parecen expresar visiones muy distantes de la Iglesia. Por eso, es sumamente importante volver a la inspiración básica que presidió a todo el desarrollo de los trabajos conciliares.

Esta inspiración está presente en el discurso del Papa Juan XXIII, y sobretodo en el discurso inaugural del día 11 de octubre de 1962, que, cada vez más, aparece como la gran señal que muestra el camino no sólo al Concilio, sino también a las futuras generaciones de cristianos. Varios comentaristas creen que la asamblea conciliar no percibió todo el alcance del discurso, porque él estaba escrito en una forma muy simple, en un lenguaje casi popular, sin elucubraciones teológicas y, por eso, pareció a algunos un tanto superficial. Ahora bien, era exactamente lo contrario, porque Juan XXIII mostraba rumbos muy claros y apuntaba para un cambio radical en la orientación tomada por la Iglesia por lo menos desde el Concilio de Trento, y probablemente ya antes, desde el siglo XIV.

En primer lugar, Juan XXIII dice que rechaza la visión pesimista sobre el mundo actual: “es necesario discordar de esos profetas de la desgracia”. Ahora bien, durante siglos, sobre todo desde el siglo XIX, los papas habían multiplicado sin cesar las profecías de desgracia, condenando toda la evolución del mundo y de la sociedad, detectando en la modernidad sólo errores, pecados y locuras. Habían anunciado los peores cataclismos como castigo por la desobediencia del mundo a las prescripciones del papa y de la jerarquía en general. Juan XXIII pretende partir de una visión optimista, mirando prioritariamente a las nuevas oportunidades ofrecidas por la sociedad contemporánea y por la evolución del mundo.

En segundo lugar el papa proclama que “ahora la esposa de Cristo prefiere hacer uso del remedio de la misericordia en vez de la severidad”. Por eso el Concilio no debía pronunciar ninguna condenación, ni preocuparse en definir aún más explícitamente el depósito de la fe.

El depósito estaba seguro. El problema ahora era el revestimiento necesario para que la humanidad de hoy pudiese entender y recibir el mensaje /. El desafío era anunciar el evangelio al mundo moderno y no condenar sus errores.

Esta debía ser la orientación del Concilio, y, en gran parte, los obispos procuraron seguir la orientación dada por el papa aunque hubiese una minoría que no conseguía entender esta novedad en la orientación de la Iglesia. Esta minoría impidió que el Concilio fuese más coherente.

Ya durante la realización del Concilio se articuló una reacción negativa /. La euforia suscitada por el Vaticano II duró apenas 3 a 4 años. Luego la reacción se manifestó con mucho ruido /. Lo que precipito la reacción anticonciliar fue la gran crisis de la civilización que sacudió todo al Primer Mundo en 1968; el mayo de París, fue el símbolo de esa revolución cultural. Entonces comenzó lo que se llama posmodernidad, a pesar de que sus formulaciones teóricas han aparecido solamente en la década del 70. La crisis de la civilización occidental perturbó también a la Iglesia que ya estaba en plena fase de cambio. Los adversarios aprovecharan la coincidencia histórica para atribuir al Concilio los fenómenos de la crisis – por ejemplo, la crisis sacerdotal – que se debían al cambio cultural. La crisis mostraba hasta que punto la Iglesia estaba distante de la sociedad y poco preparada para adaptarse a las nuevas fases de su evolución. Mostraba no que el Vaticano II estaba errado, sino que ya había llegado tarde y que, si no hubiese acontecido, las crisis ulteriores serían todavía más profundas.

El partido de la reacción se fortaleció y la Curia romana alimentó un ambiente de pánico, como si la Iglesia estuviese en vías de desaparecimiento. Usaran la palabra autodestrucción. Predicaran la necesidad de un cierre radical – para no ser disuelta por la nueva cultura, la Iglesia debía de nuevo cerrar las puertas y las ventanas y refugiarse en su pasado, en sus estructuras tradicionales, sin dejarse aproximar por la contaminación del mundo exterior.

Los últimos años del pontificado de Paulo VI fueron penosos para el papa ya debilitado por la enfermedad. Cuando fue elegido Juan Pablo II, los signos de la involución no tardaron. El nuevo papa manifestó pronto que iba a emprender una política de restauración. Invocando los textos conciliares insertados por la presión de la minoría, ejecutó una maniobra de vaciamiento del Concilio en nombre del Concilio.

El cardenal J. Ratzinger fue el instrumento más adecuado que se podía encontrar para dirigir la maniobra de restauración. Había sido teólogo del Concilio, pero fue uno de los primeros que se asustaron y se arrepintieron. En realidad su teología no se adecuaba a la teología conciliar. Ya desde 1969 volvió la teología anterior. El mismo cultivó una visión extremadamente pesimista del mundo moderno y acentuó más todavía las tendencias pesimistas del papa.

Se inicio una nueva fase de condenaciones. Sucesivamente una serie de teólogos fueron acusados de ceder a las tentaciones del mundo moderno. El magisterio encontró de nuevo que su tarea era condenar los errores o los peligros de errores para proteger la Iglesia contra los asaltos del mundo moderno.

Los sospechosos fueron primero los teólogos de la liberación – sospechosos de marxismo; después fueron los teólogos de la moral sexual – sospechas de laxitud; y, finalmente , los teólogos del dialogo interreligioso – sospechosos de relativismo. El mundo volvería a ser fuente inagotable de errores y herejías. El mundo moderno sufriría de “cultura de muerte” /. Y el conjunto de aquello que recibió el nombre de posmodernidad fue calificado de relativismo.

De esta manera el magisterio está dispensado de la tarea de procurar entender a la humanidad actual. Con la palabra “relativismo” todo está dicho.

En lugar de la misericordia de Juan XXIII, volvió el castigo. En lugar de la presentación del evangelio a los pueblos y a las culturas, volvió la preocupación por la ortodoxia y la defensa del depósito de la fe. Ese es el contexto en que se sitúa el debate sobre el concepto de pueblo de Dios.
El concepto de pueblo de Dios fue sistemáticamente eliminado del discurso eclesiástico durante el presente pontificado. Por eso, volver al Vaticano II seria rehabilitar el concepto de “pueblo de Dios” y colocarlo de nuevo en el centro de la eclesiología.

Muchos creen que el concepto de “pueblo de Dios” fue la contribución teológica principal del Vaticano II y que ese concepto condicionó todos los documentos conciliares. Más todavía, “pueblo de Dios” es el concepto que más expresa el “espíritu” del Vaticano II /. Si quisiésemos en una palabra expresar lo que trajo el Vaticano II para la Iglesia, necesitaríamos decir: recordó a la Iglesia que ella es pueblo de Dios. /.

Hay también los que creen que la finalidad principal, prácticamente única, del Sínodo extraordinario de 1985 – oficialmente convocado para interpretar el Vaticano II – fue suprimir el concepto de “pueblo de Dios”.

Por eso, muchos creen que la tarea más significativa de un nuevo pontificado sería restaurar la eclesiología del Vaticano II, resucitando el concepto de “pueblo de Dios”.
Paradojalmente, el mayor adversario del concepto de “pueblo de Dios” fue quien acababa de publicar un libro sobre “El nuevo pueblo de Dios” /.

Los defensores se mostraban menos vigorosos que los opositores. Evidentemente nadie podía rechazar abiertamente un Concilio ecuménico, pero las críticas tendían a relativizar el valor de los documentos, poner en evidencia las insuficiencias o las contradicciones. Rápidamente se esparció el rumor de que el Vaticano II estaba superado, que había sido influenciado por circunstancias históricas que ya pertenecían al pasado, que los obispos se habían dejado llevar por emociones sin mirar críticamente el mundo con el cual querían caminar. Muy rápidamente también la oposición concentró sus ataques contra la idea de “pueblo de Dios”.

En realidad, muchos estaban espantados por la perspectiva de cambiar alguna cosa en la estructura o en las conductas tradicionales de la Iglesia, y temían que el concepto de “pueblo de Dios” fuese usado para pedir reformas. Aceptaban nuevas ideas, con la condición de que no se sacasen de las consecuencias prácticas. O bien, esperaban resultados inmediatos permitiendo un nuevo triunfalismo, y, cuando veían que los triunfos no llegaban, volvieron para atrás. No tuvieron la percepción de Juan XXIII, que sabia muy bien qué esperar del Concilio: cambio de mentalidad y el inicio de un nuevo periodo en el caminar de la Iglesia. Juan XXIII sabía que el cambio tendría que ser muy profundo y exigiría mucho tiempo. Ciertos obispos y teólogos no se daban cuenta de la profundidad de la crisis de la Iglesia, de la inmensa transformación necesaria para que pudiese ser capaz de evangelizar un mundo del cual estaba tan distanciada. Por eso quedaron desanimados porque los resultados esperados no llegaban – antes, lo que había llegado era una crisis muy grave.

En tanto en Europa se difundían las críticas al concepto de “pueblo de Dios”, el episcopado de América Latina le dio una expansión notable. A pesar de muchas llamadas y de la sugestión de Juan XXIII, el Concilio no pudo llegar a una teología de la Iglesia de los pobres, como decía el papa. Ese paso fue dado en América Latina, en Medellín y Puebla. Allí se llegó a la clara percepción de que el “pueblo de Dios” es, en realidad, el pueblo de los pobres 9 /

Este redescubrimiento de la Iglesia de los pobres, doctrina tan clara en la Biblia, era la vuelta a un pasado ya casi olvidado por todos. Por eso muchos obispos y teólogos no estaban preparados para integrarlo en la eclesiología del Vaticano II . A pesar de los llamados patéticos del cardenal Lercaro, los padres conciliares no estaban preparados para entender. Fue en América Latina, en Medellín y Puebla, que los obispos supieron interpretar el Vaticano II de manera auténtica, llevándolo a la explicación esclarecedora.

El regreso a los pobres y el redescubrimiento de la Iglesia de los pobres fue el camino que llevó a la rehabilitación del concepto de “pueblo de Dios”. Los conceptos de pueblo y de pobres son solidarios y correlativos. No hay pobres que no formen un pueblo. No hay pueblo que no sea de los pobres. El Concilio no consiguió hacer esa identificación con fuerza suficiente y por eso, dejó el concepto de “pueblo de Dios” sin base.

Sin esperanza no hay pueblo. Lo que hace un pueblo es la esperanza común. No hay esperanza que no sea colectiva, esperanza de una multitud reunida en pueblo. La burguesía no tiene esperanza – quiere seguridad, quiere proteger lo que tiene y acumular más todavía, quiere con su dinero crear más dinero. Cuenta con su capacidad intelectual y social. No cuenta con Dios. La burguesía es individualista, no se preocupa con lo que acontece con la multitud. Por eso el concepto de pueblo no les dice nada – ni el concepto de “pueblo de Dios”. El pueblo son los otros, los pobres, los que son marginales, que no sirven para acumular capital – a no ser como mano de obra barata. Por eso en la burguesía el concepto de “pueblo de Dios” no tiene base. Es incomprensible. Ya que la mayoría en la Iglesia es de cultura burguesa, “pueblo de Dios” le dice muy poco. No hay pueblo ni esperanza.

En el Tercer Mundo se encuentra la mayor parte de los pobres. En medio de ellos hay inmensa esperanza y por eso la palabra pueblo significa mucho para ellos. Ser pueblo quiere decir entrar en la conquista de la dignidad y de la libertad. Ser “pueblo de Dios” es dejar de ser átomo inconsistente perdido en el universo.

En el Tercer Mundo los pobres están empeñados en la construcción de pueblos. Ahí están los pueblos luchando para existir y el “pueblo de Dios” en medio de ellos. Esperan de la Iglesia el apoyo y la presencia del Cristo libertador al frente de sus luchas. Están desconcertados por condenaciones de herejías que no entienden, y no entienden por qué se da tanta importancia a esas cosas cuando está en gestación una nueva humanidad que la Iglesia – cierta Iglesia- parece no ver.

En la introducción a un libro que tuvo mucha aceptación, el teólogo benedictino francés Ghislain Lafont explica lo que lo movió a escribir sobre la historia teológica de la Iglesia Católica. Dice que fue estimulado por el deseo de resolver un enigma: cómo explicar la relativa esterilidad de la teología católica entre, digamos, 1274 (año de la muerte de San Buenaventura y de Santo Tomás de Aquino) y 1878 (año de la elección de León XIII) / Vale la pena leer ese libro. Podemos agregarle una consideración que no la hace explícitamente, pero que está subentendida . Esa época de 600 años de esterilidad- en el sentido de que la teología ya no ejerció influencia en el mundo – coincide con los siglos en que la Iglesia se olvidó de los pobres. Olvidándose de los pobres, perdió su rumbo, su identidad, no podía ser fecunda. Una contraprueba seria la fecundidad teológica generada por Medellín y Puebla.

Las críticas al Vaticano II llevaron finalmente al Sínodo de 1985 a simplemente eliminar el concepto de “pueblo de Dios”, sustituyéndolo por el concepto de comunión – como si este tuviese la misma resonancia y como si los dos fuesen alternativos. La consecuencia fue inmediata, aunque no sepamos si fue intencional o no. Los pobres desaparecieron de los horizontes de la Iglesia – por lo menos la concepción de Iglesia de los pobres de Juan XXIII, de Medellín y Puebla. La señal de su desaparición es su ausencia en el documento Ecclesia in America, en el cual la Curia romana pretendió presentar la conclusión del Sínodo de América. En este documento la opción por los pobres simplemente desaparece. Es difícil pensar que sea puro olvido, porque en sus proposiciones los obispos habían reasumido con gran mayoría el tema de la opción por los pobres. El documento Ecclesia in America, confirma que las teologías del “pueblo de Dios” y del pueblo de Dios son solidarias. En realidad, es una sola. Cuando cae una, cae la otra.

Podemos preguntarnos por qué el concepto de “pueblo de Dios” fue eliminado con tanta facilidad después de haber recibido en el Concilio un relieve tan significativo. La respuesta es simple. En la mente de los teólogos que elaboraron los textos conciliares, el “pueblo de Dios” respondía a un retorno al pasado de la Iglesia más alejado de las deformaciones históricas posteriores. El “pueblo de Dios” había sido redescubierto en la Biblia y en la historia de los orígenes cristianos. No fue descubierto en el pueblo de los pobres. No fue un descubrimiento del pueblo actualmente viviente en los pobres. Era retorno al pasado y no visión de la realidad. Era etapa necesaria, pero no suficiente.

Fuera de los especialistas, los católicos del Primer Mundo no fueron tan marcados por el capitulo conciliar sobre el “pueblo de Dios”. Por eso, no se sintieron tocados por la supresión del concepto “pueblo de Dios”, porque era problema de especialistas que no concernía a la vida diaria de una Iglesia ya profundamente influenciada por la burguesía y la ideología burguesa. En el Tercer Mundo fue y continúa siendo diferente.

Viendo los acontecimientos desde Europa, las consecuencias de la eliminación del concepto de “pueblo de Dios”, pueden parecer leves. Para los pobres, la nueva eclesiología había sido una esperanza. Su supresión la volvió incomprensible. Viendo los mismos acontecimientos desde el Tercer Mundo, las consecuencias aparecieron y fueron gravísimas. Las Iglesias del Tercer Mundo se sintieron reprimidas, desconcertadas, sin futuro, sin rumbo cierto. Por eso nuestra mayor esperanza es que se vuelva a la doctrina conciliar que Juan XXIII, había orientado pensando lejos, mirando para lejos, mirando para el mundo entero y no más simplemente para Europa.

Este libro se sitúa entre una serie de obras dedicadas al Espíritu Santo. Se pretende estudiar el Espíritu Santo por medio de sus obras. Esas obras enuncian por medio de conceptos propiamente cristianos, aunque hayan sido preparados más o menos profundamente por filosofías anteriores: los conceptos de “acción” , “palabra” , “libertad” . Ahora viene el concepto de “pueblo”, que representa también una creación típica del Espíritu y una realidad básica del cristianismo. El “pueblo” es creación cristiana o judeocristiana. Tiene su origen en la Biblia.

Parece increíble que uno de los argumentos invocados para eliminar el concepto de “pueblo de Dios” haya sido el de que la categoría de pueblo era demasiado sociológica. Es significativo que la sociología practicante nunca usa el concepto de pueblo y teme usarlo . ¿Por qué este temor? Justamente porque se trata del concepto bíblico y los sociólogos no están de buena gana en medio de los conceptos bíblicos que responden a otras maneras de percibir la realidad – manera no científica mas espiritual.

El concepto de “pueblo”, es concepto espiritual, no científico. Es significativo que ni las filosofías ni las ciencias humanas dieron mucha importancia a este concepto. El “pueblo” es una realidad cristiana fundamental. Al eliminar del mensaje oficial la noción de “pueblo de Dios” el Sínodo cortó el tejido de la teología de la Iglesia y creó un vacío terrible cuyas repercusiones se hacen sentir en todas las áreas de vida cristiana, y sobre todo en las relaciones entre la Iglesia y el mundo. El concepto de “pueblo” es tan fundamental para el cristianismo como el concepto de “libertad”, de “palabra” o de “actuar”.

Dejemos para los historiadores futuros la tarea de explicar cómo y por qué el Sínodo de 1985 se dejó llevar de tal manera por la obsesión del marxismo que lo descubrió hasta en los conceptos más bíblicos, y renegó la obra del Vaticano II bajo el pretexto de salvarla.

Es nuestra convicción que un retorno al Vaticano II incluye en primer lugar una rehabilitación del concepto de “pueblo de Dios” en la eclesiología, en el lugar que le compete. Este concepto no es suficiente para expresar todos los aspectos de la Iglesia, evidentemente. Sin embargo expresa – y solamente el puede expresar – algo que es fundamental para el futuro del cristianismo en la nueva humanidad que está naciendo en el Tercer Mundo. Es exactamente este aspecto el objeto de este estudio. La pregunta es: ¿qué (cosa) en el concepto de “pueblo de Dios” es imprescindible en la evangelización en el Tercer Mundo?

CAPITULO 1

El PUEBLO DE DIOS EN EL VATICANO II

1. Los textos

Al final del Concilio, un grupo de teólogos – de los que fueron los más famoso peritos conciliares – decidió fundar una revista internacional, cuyo título era significativo: “ Concilium” (Concilio). La editorial del primer fascículo expresaba la finalidad de la revista. En pocas palabras, decían los editorialistas que se trataba de “construir sobre el Concilio Vaticano II” (p. 5).

El primer articulo, del primer fascículo de esa revista, tenía por título “La Iglesia como pueblo de Dios”, teniendo como autor a Y. Congar, el teólogo que más había luchado para que fuese introducido este tema en el esquema conciliar de la eclesiología. No puede haber sido por azar. En realidad, en aquella época, todos creían que el tema del pueblo de Dios, sobretodo colocado en el lugar en que se encuentra en Lumen gentium (LG), era como el símbolo de todo el cambio que el Concílio quería imprimir a la Iglesia.

Esta colocación del pueblo de Dios como segundo capítulo, luego después del capítulo sobre el misterio de la Iglesia y antes del capítulo sobre la jerarquía, había sido objeto de largas deliberaciones y fue, finalmente, adoptada por la asamblea como señal de voluntad firme de cambiar el rumbo de la Iglesia. Esta colocación fue una de las decisiones más significativas del Concílio y fue vivida como una gran victoria por todos los partidarios del cambio.

En este artículo, Congar destaca la importancia de la presencia del tema en el segundo capítulo de la Constitución sobre la Iglesia. “La expresión ‘pueblo de Dios’ trae consigo tal densidad, tal fuerza, que es imposible usarla para significar la realidad que es la Iglesia, sin que el pensamiento se encamine para determinadas perspectivas. En cuanto al lugar ocupado por este capítulo, se sabe el alcance doctrinal, muchas veces decisivo, que conlleva el orden en las cuestiones y el lugar atribuído a una de ellas. En la Suma de santo Tomás de Aquino, el orden y el lugar son, en ciertos casos, elementos muy importantes de inteligibilidad. En el esquema De Ecclesia, podría haberse seguido esta disposición: Misterio de la Iglesia, Jerarquía y Pueblo de Dios en general. Mas es éste el orden que se siguió: Misterio
de la Iglesia, Pueblo de Dios, Jerarquía. Púsose así como valor primero la calidad de discípulo, la dignidad inherente a la existencia cristiana como tal… Sólo el tiempo desvelará las consecuencias de esta opción de poner en el orden que dijimos el capítulo De populo Dei. Es nuestra convicción que serán considerables.

Después de aproximadamente 40 años el artículo de Congar todavía es de plena actualidad, y continúa pudiendo ser el programa de una restauración de la teología del pueblo de Dios, después de esta fase de recesión que todavía vivimos. Volveremos a él más adelante.

Recordemos los textos más significativos del famoso capítulo II de la LG sobre el pueblo de Dios. Lo más importante está en el n. 9; “Fue Cristo quien instituyó esta nueva alianza, esto es, el nuevo testamento en su sangre (cf. 1Cor 11,25, llamando de entre judíos y gentiles un pueblo, que junto creciese para la unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y fuese el nuevo pueblo de Dios… Este pueblo mesiánico tiene por cabeza Cristo… Tiene por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios… Su ley es el mandamiento nuevo de amar como el propio Cristo nos amó (cf. Jn.13,34). Su meta es el mismo Reino de Dios en la tierra…Así este pueblo mesiánico, aunque no abarca actualmente a todos los hombres y a veces aparezca como pequeño rebaño, es con todo, para todo el género humano, germen firmísimo de unidad, esperanza y salvación… entra en la historia de los hombres, mientras simultáneamente trasciende los tiempos y los límites de los pueblos.”

En el n. 10 de la LG dice el Concilio: “Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf Hb 5,1-5), hizo del nuevo Pueblo ‘un reino y sacerdotes para Dios Padre’ (Ap 1,5; cf 5,9-10)”.

“El pueblo santo de Dios participa también del munus (oficio) profético de Cristo, por la difusión de su testimonio vivo…” (LG 12a). “No es sólo a través de los sacramentos y de los ministerios que el Espíritu santifica y conduce el pueblo de Dios y lo adorna de virtudes, mas, repartiendo sus dones ‘a cada uno como le place’ (1Cor 12,11), distribuye entre los fieles de cualquier clase gracias especiales” (LG 12b).

“Todos los hombres son llamados a pertenecer al nuevo pueblo de Dios. Por eso este pueblo, permaneciendo uno y único, debe extenderse a todo el mundo y por todos los tiempos, para que se cumpla el designio de la voluntad de Dios (LG 13a)”.
“Todos los hombres, pues, son llamados a esta católica unidad del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal” (LG 13d).

“Finalmente, los que todavía no recibieron el evangelio se ordenan por diversos modos al pueblo de Dios” (LG 16a).

“Para apacentar y aumentar siempre el pueblo de Dios, Cristo Señor instituyó en su Iglesia una variedad de ministerios que tienden al bien de todo el Cuerpo” (LG 18a).

Para entender correctamente estos textos, es preciso tomar en cuenta cuales eran las intenciones de los redactores. Se trata de saber lo que pretendían decir con esas palabras.

Don G. Phillips, que era secretario de la Comisión teológica y organizó de hecho la preparación de la Lumen Gentium, explica que la finalidad del capítulo II era mostrar la realización del misterio de la Iglesia en la historia y la realización concreta de su catolicidad.

Congar sintetiza muy claramente las intenciones de la Comisión que preparó el texto votado por la asamblea: “La intención era, una vez demostradas las causas divinas de la Iglesia en la Santísima Trinidad y en la encarnación del Hijo de Dios 1) demostrar también la Iglesia construyéndose en la historia humana; 2) extendiéndose, humanidad adentro, a diversas categorías de hombres desigualmente situadas en relación a la plenitud de vida que se encuentra en Cristo y del cual es sacramento la Iglesia por él instituída; 3) exponer lo que es común a todos los miembros del pueblo de Dios, antes que intervenga cualquier distinción entre ellos, en razón de oficio o de estado, en el plano de la dignidad de la existencia cristiana”.

Los padres conciliares tenían plena conciencia de que ese capítulo II iba en sentido opuesto a la eclesiología común en la Iglesia y era eso mismo lo que ellos querían hacer. No se trataba de algo accidental, sino de decisión tomada después de mucha reflexión y de expresión cuidadosamente elaborada.
Los padres conciliares querían realizar cambio profundo en la eclesiología.

Querían expresar esa voluntad de cambio escogiendo el tema del pueblo de Dios.

No fue inadvertencia. Los padres conciliares querían explícitamente esas palabras, entendiéndoles muy bien el sentido. Querían inaugurar una nueva época y poner punto final a una época sobrepasada. Sabían muy bien que durante una historia de casi 700 años la eclesiología católica se concentró de tal modo en la jerarquía que los laicos aparecían como objetos pasivos de los cuidados de esa jerarquía. Era justamente eso lo que ellos querían cambiar.

La eclesiología anterior estaba fundada en el concepto de societas perfecta (sociedad perfecta) y se inspiraba en los conceptos nominalistas según los cuales lo esencial de la sociedad son los poderes que la rigen. Con esa concepción la eclesiología era una jerarcología. Los padres conciliares querían explícitamente apagar esta figura y volver a los orígenes de la Iglesia, a las fuentes bíblicas y patrísticas así como a los grandes teólogos del siglo XIII. La elección del tema del pueblo de Dios expresaba justamente esa vuelta a los orígenes. Para los padres la antigua y realmente tradicional eclesiología estaba basada en el concepto de pueblo de Dios y no en el concepto de societas perfecta. Por eso cualquier tentativa de endulzar el alcance o la fuerza del concepto de pueblo de Dios va contra las intenciones más explícitas del Concilio. La opción por el concepto de pueblo de Dios expresó una voluntad de ruptura y de novedad. Tanto la mayoría como la minoría reticente lo sintieron así. Los oponentes temían justamente la novedad de la teología conciliar. Es necesario tomar en cuenta esa voluntad tan fuerte y tan clara del Concilio cuando aparecen críticas, dudas o tentativas de hacer desaparecer este concepto de la eclesiología, como, aparentemente, sucedió en el Sínodo de 1985. ¿Qué vale más el Concilio o el Sínodo?

Era de prever que la ruptura provocada en la eclesiología produjese efectos también en la vida cotidiana de la Iglesia. Cuando aparecieron esas consecuencias, muchos quedaron asustados y quisieron volver atrás. Temían cambios en las estructuras y en los comportamientos tradicionales en la Iglesia. Temían las perturbaciones inevitables de cualquier período de transición. Sin embargo, problemas transitorios no pueden justificar la negación de la voluntad explícita de un Concilio ecuménico. No basta decir que el Concilio no habría escrito eso si hubiese previsto lo que aconteció.

Por otra parte, aquí hubo un famoso y trágico malentendido. Muchos atribuyeron al Concilio los acontecimientos del final de la década del 60 – simbólicamente los acontecimientos del 68. Hubo la crisis de los desistimientos de sacerdotes, religiosos y religiosas. Esa crisis fue resultado de una explosión de la cultura occidental totalmente independiente de la historia de la Iglesia. Atribuir al Concilio una evolución tan dramática del mundo, es error e injusticia. Además de eso es grotesco imaginar que un Concilio habría podido cambiar la marcha del mundo de tal modo que impidiese la explosión de 1968 y toda la pos-modernidad que siguió.

Capítulo 6

EL PUEBLO COMO SUJETO

…*4. El Pueblo es Libertad

¿Qué es lo que un pueblo busca? La libertad. ¿Cómo un pueblo busca la libertad? Por la libertad. La libertad está en el comienzo y está en el fin.

No se forma un pueblo con esclavos. Las ciudades griegas y la república romana todavía no eran democracias, ni eran pueblos, porque solamente tenían derechos de ciudadanía las familias tradicionales, y los hombres. Ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros tenían derechos de ciudadanía. El fermento cristiano actuó, buscó la libertad, a pesar de tantas barreras, superando prejuicios e intereses establecidos. Vino la emancipación de los esclavos, después la emancipación de las mujeres y ahora está en la hora de la integración de los extranjeros. Sin esto no hay verdadera libertad.

Por esto, el pueblo todavía está en formación en muchas regiones del mundo. En ciertas regiones el proceso de formación todavía es muy frágil. Continúa habiendo gran parte de los seres humanos que no tiene acceso a libertad alguna.

Esto no es de extrañar. Para buscar la libertad es necesario tener un mínimo de condiciones materiales de vida. Quien está estrictamente subordinado a la búsqueda de la subsistencia, no puede pensar en la libertad Necesita tener también un mínimo de independencia social, necesita haber vencido el miedo. Ahora bien, el miedo es el fondo del alma de los pobres en el mundo entero. Basta constatar, por ejemplo, hasta qué punto el miedo todavía es la profunda realidad de gran parte del pueblo nordestino en Brasil.

El punto de partida de toda libertad es la libertad de pensamiento. En muchas civilizaciones esta libertad ni siquiera fue concebida. Todavía hoy, en muchas regiones del mundo, la libertad de pensamiento es rigurosamente reprimida. No es extraño que los combates por la libertad de pensamiento hayan sido tan difíciles.

En el Occidente, desde el siglo XVIII la libertad de pensamiento fue el tema principal de todo el movimiento democrático. Era la culminación de un movimiento que había comenzado en el siglo XI, pero siempre en los márgenes de la sociedad establecida.

La lucha por la libertad de pensamiento se dirigía contra el conjunto del sistema social y político que orientaba a la sociedad cristiana. Ya que el depositario de la ideología oficial era el clero, sobre todo la jerarquía, el combate se orientó principalmente contra el dominio del pensamiento ejercido por el clero.

Una de las peores tragedias de la cristiandad fue que la libertad de pensamiento se afirmó contando, durante siglos, con la resistencia implacable de la jerarquía. Ella fue incapaz de entender lo que acontecía. Fue completamente ciega. Invocó una infinidad de razones – cada una más insustentable que la otra- para defender su oposición radical a la libertad de pensamiento. No percibió que la libertad de pensamiento nació dentro del pueblo de Israel y del pueblo cristiano. Fue una tragedia inconcebible, una de las causas por las cuales la Iglesia perdió casi toda la Europa y, de continuar así, perderá lo que todavía resta. Errores exigen corrección, a veces tarde, pero la exigen . No son los pedidos de perdón los que van a cambiar la historia.

Cuando el movimiento para la libertad de pensamiento venció – lo que ocurrió a partir de la Revolución francesa en Europa, mas ya existía en Inglaterra y en los Estados Unidos desde el siglo XVII, fuera del alcance de la Iglesia católica -, la jerarquía reaccionó, levantando solemnemente la voz para condenar la libertad de pensamiento.

El día 10 de marzo de 1971, el papa Pío VI escribió al arzobispo de Aix a propósito de la Constitución civil del clero: “ Con este designio se establece que el hombre constituido en sociedad tiene derecho a una libertad absoluta, que le asegura la facultad de no ser inquietado por sus opiniones religiosas y de poder pensar, hablar, escribir y hasta mandar imprimir impunemente en materia de religión lo que quisiera. Monstruoso derecho; que, sin embargo, la Asamblea declaró que deriva y resulta de la igualdad y de la libertad naturales a todos los hombres…Semejante derecho, ¿no es contrario a los derechos del Supremo Creador, a quién debemos la existencia y todo lo que poseemos?

En 1832, en la encíclica Mirari vos, sobre “los errores modernos”, Gregorio XVI decía: “aquella absurda y errónea sentencia, o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a todo costa y para todos la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso apoyado en la inmoderada libertad de opiniones, que, para la ruina de la sociedad religiosa y civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la imprudencia de algunos a asegurar que de ella procede gran provecho para la religión.”

No hay necesidad de multiplicar las citaciones de textos de este género. Solamente en el Concilio Vaticano II la jerarquía aceptó la libertad religiosa, que es la base de la libertad de pensamiento. Descubrió que tenía más ventajas que desventajas en la defensa de la libertad de pensamiento. Sin pensamiento personalizado, no hay sujeto posible. En la realidad sin libertad de pensamiento no hay pueblo posible.

“Sapere aude” (atrévete a saber) fue la consigna de la modernidad. Para ser ciudadano es preciso tener el coraje de pensar por sí mismo. Esto quiere decir no pensar como la familia piensa, no pensar como el jefe manda, no dejar de pensar por miedo de los poderosos.

En el inicio del cristianismo, evangelizar era despertar para la libertad y pasar a pensar libremente. Los tiempos cambiaron. Vino un momento en que, paradojalmente, evangelizar significó imponer un sistema de pensamiento hecho, el equivalente al actual “pensamiento único”.

¿Dónde nació la libertad de pensamiento, qué es libertad de pensar contra los prejuicios establecidos, contra el pensamiento de las autoridades y, hasta incluso , contra las leyes y los decretos de los reyes y de los príncipes? Nació en Israel, con los profetas. Ni incluso en Atenas, con Sócrates, el héroe de la antigüedad, hubo esta osadía de criticar las leyes de la ciudad.

Los profetas fueron los primeros que osaron enfrentar, desmentir y acusar tanto a las autoridades establecidas como a la mayoría del pueblo identificado con sus opresores. Los primeros que aparecieron como libre-pensadores fueron los profetas de Israel. Es verdad que fueron pocos. Sin embargo, abrieron camino.

Hasta alcanzar un gran número de adeptos, que comenzase a pensar con libertad, hubo una larga historia. Esta historia nunca se desvinculó de sus orígenes. Nunca perdió la memoria de los iniciadores: los profetas. Sin los profetas de Israel nunca habría habido libertad de pensamiento.

Es verdad que los profetas fueron perseguidos no solamente por las autoridades, sino también por la masa del pueblo que los abandonó en la hora del peligro. A pesar del miedo, podemos presumir que muchos entre los más humildes, en su corazón, concordaban con los profetas, mas no lo expresaron. Esto acontece hasta hoy. Muchos discuerdan con los poderosos, mas no tienen el coraje de reconocerlo porque el precio a pagar sería demasiado alto.

No nos engañemos. Hoy es fácil criticar a los gobernantes, porque ya no representan la autoridad. Pero ¿quién se atreve a criticar al dueño de la empresa en que trabaja, al profesor de quien depende la nota en el día de la prueba? Cuesta tomar posición contra las modas, los ídolos del momento o las opiniones comunes de los medios. Los profetas de Israel abrieron el camino de la disidencia. Pero todavía hay mucha cosa que se puede aprender de ellos.

Hoy, si preguntásemos a los católicos si se definen como un pueblo hecho de sujetos libres, activos y autónomos, para la mayoría la pregunta sonaría extraña. No es la idea que tienen de sí mismos. El católico es considerado como ser obediente, conservador, sumiso, que no piensa por sí mismo sino piensa como la Iglesia, esto es, como la jerarquía. Se juzga que es virtud no pensar por sí mismo. Para los que no están en la Iglesia tal definición del catolicismo como movimiento de libertad seria absurda – recordarían que todos los movimientos de emancipación de los últimos siglos se hicieron contra la jerarquía de la Iglesia, una lucha incesante en que la Iglesia nunca dejó de luchar para defender la sumisión del pensamiento.

Sin embargo, si miramos para la primitiva Iglesia, para Jesús y los apóstoles, la visión es otra, y la distancia entre los orígenes y la realidad actual constituye objeto de espanto. ¿Cómo fue posible esta trayectoria que parte de la Iglesia de los apóstoles y llega a la Iglesia de hoy?

Jesús aparece justamente como la pura representación del pensamiento libre. Sin buscar intereses, sin odios personales, dice lo que piensa, lo que siente, lo que quiere, con toda la simplicidad y consciente de los peligros. Está consciente de que su discurso se opone a la verdad oficial defendida por todas las autoridades de Israel. Está consciente de que decir la verdad es lo primer paso de la libertad. Decir la verdad es justamente el acto de libertad. Los apóstoles siguen el mismo camino: es mejor obedecer a Dios que a los hombres, dicen a las autoridades de su pueblo, aunque fuesen personas sin instrucción y sin poder, de esas que siempre se quedan calladas delante de las autoridades y jamás se atreven a contradecir.

Esta fue la época de los mártires, que testimoniaron sólidamente el valor de la libertad del pensamiento y de palabra. Después vino la “conversión” de la Iglesia al imperio, cuando el control del pensamiento comenzó y duró por lo menos 15 siglos. Los católicos perdieron el recuerdo de los tiempos de la libertad. Ser cristiano era someterse a la religión del imperio. Comenzó una época de 15 siglos, en que ser cristiano podía significar aceptar la religión del imperio, de la cristiandad, del país o, entonces, aceptar el evangelio de Jesucristo. El drama fue que estas dos propuestas podían entrar en conflicto. Entonces el pueblo de Dios prefirió estar con los rechazados del pueblo.

De la libertad de pensamiento dependen las otras. El “pensamiento único” forma, poco a poco, una prisión que no permite tomar ninguna iniciativa, aplicar ningún plan de acción que no sea aceptado por la jerarquía, o sea, por el papa, ya que los obispos tampoco disponen de libertad para tomar iniciativas de relieve.

Recientemente algunos teólogos mostraron de qué manera para la jerarquía, la verdad se tornó, cada vez más, un conjunto de proposiciones enunciadas con palabras fijas. Todo ocurre como si Dios hubiese entregado a la humanidad un código de afirmaciones, de las cuales la jerarquía sería la depositaria fiel. La misión de la jerarquía seria proteger y defender este depósito contra los asaltos, las deformaciones, las agresiones del pueblo de Dios.

A partir de esta concepción, la jerarquía se presenta cada vez más como magisterio, o sea, guardián de la ortodoxia y único poder de enseñanza: el magisterio es la Iglesia “docens”. Quien enseña es el magisterio, y éste enseña siempre el mismo conjunto de proposiciones.

En los últimos siglos, y sobre todo desde el siglo XIX, creció de modo inédito la extensión del magisterio. Cada vez más el magisterio pretende decir la palabra oficial de la Iglesia sobre todas las realidades humanas. No hay más espacios en que un cristiano todavía pueda decir algo original, porque casi todo ya fue dicho por los documentos del magisterio.

Además de esto, como siempre surgen nuevos problemas, se necesita dar respuestas que también sean la verdad, y, de este modo, el cuerpo de las verdades reveladas aumenta cada vez más. En el siglo XX tuvimos una inflación creciente de documentos del magisterio, tanto que poquísimos consiguen leer todo lo que fue y continuó siendo publicado por el Vaticano.

Todas estas verdades permiten controlar y condenar las acciones de clérigos o laicos que no concuerdan con la estrategia de la Santa Sede. Quien toma iniciativas siempre cae en contradicción con algún texto del magisterio, lo que permite la condenación. El buen católico debe callar y obedecer para no caer en la oposición a un inciso cualquiera de un documento de la Santa Sede.

En nombre de la verdad, el magisterio reivindica toda la iniciativa. O sea, corta toda la iniciativa porque el magisterio sirve más para condenar que para comunicar. El magisterio parte del presupuesto de que cada católico es un posible hereje. Si escribe, ya es un sospechoso. Todo lo que escribe necesita ser examinado para ver si no entra en contradicción con una de las innumerables verdades que están en el código oficial.

Es verdad que siempre hubo algunas voces libres, tanto en la jerarquía como en el clero o el pueblo cristiano; el pueblo de Dios siempre fue activo. En todas las generaciones hubo personas libres que denunciaron la falsificación del evangelio en nombre de la “verdad”. Muchos fueron perseguidos por autoridades eclesiásticas. Fue el caso de Bartolomé de Las Casas que, mal tomó posesión de la diócesis, ya fue expulsado por los latifundistas que se sentían amenazados. Fue también el caso de Montesinos y de los dominicanos de Santo Domingo, que se quedaron algunos meses, denunciaron los horrores de la conquista, fueron presos y mandados además para España, donde fueron duramente castigados por haber desafiado la autoridad de los conquistadores.

Después de siglos algunos son rehabilitados. Son citados como pruebas de que la Iglesia siempre estuvo presente en las justas causas de liberación de los pobres y se preocupó de la justicia social. Algunos fueron hasta beatificados o canonizados. Cuando eran condenados, expulsados, martirizados por la propia Iglesia, formaron el verdadero pueblo de Dios; ellos eran libres.

Muchas veces los cristianos libres fueron tratados como herejes. Por esto los católicos tienen que aprender de las Iglesias separadas, las cuales casi siempre se separaron porque fueron expulsadas de la Iglesia por la jerarquía por causa de la libertad de pensamiento. No querían separarse, sino pensar por sí mismos. En lugar de instituir y prolongar el diálogo, la jerarquía católica creía que era preciso “cortar el mal por la raíz”, o sea, sabía de antemano que se trataba de un mal. Expulsó y, expulsando, condenó la libertad de pensamiento.

Por otro lado, las revoluciones democráticas modernas fueron hechas en nombre de Dios y del cristianismo, como la Revolución de los Santos, en Inglaterra, en el siglo XVII. Fue posible escribir un libro sobre Europa, madre de las revoluciones, en que se muestra como las revoluciones modernas tienen su raíz en la cristiandad, y en el cristianismo . Las mismas revoluciones anticatólicas o ateas fueron hechas en nombre de un cristianismo que ya había rechazado el control de un magisterio cerrado a cualquier libertad.

No fue por casualidad que el Concilio Ecuménico Vaticano II, que destacó el concepto de pueblo de Dios para explicar la Iglesia, fue también el Concilio que proclamó la adhesión a la libertad religiosa. No hay pueblo sin libertad y la libertad solamente existe en un pueblo. Si se ataca un tema, el otro también es agredido. Por detrás del rechazo del pueblo de Dios, hecho en las últimas décadas, se puede deducir haber restricción a la libertad.

Traducción de Juan Subercaseaux A. del libro “O Povo de Deus” (El Pueblo de Dios), por José Comblin, Ed. Paulus, Sao Paulo, Brasil, 2002.

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