Educar

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“Los conocimientos nos dan medios para vivir; la sabiduría nos da razones para vivir” (Rubem Alves)
Desde hace un tiempo, se ha vuelto un lugar común -muy común, sobre todo para los políticos- hablar e insistir en la importancia que tiene la educación en la formación de buenos ciudadanos y en el mejoramiento de la sociedad en todos sus aspectos. Entiendo que todos compartimos este significado de la educación y, siempre más, deseamos verlo plasmado en nuestro día a día.
Sin embargo, conviene repasar el verdadero sentido del vocablo educar porque, normalmente, se lo asocia o se lo toma como sinónimo de instruir.
“Instruir” es una tarea que tiene como finalidad transmitir conocimientos y habilidades para que cada persona pueda desenvolverse en la vida a través del trabajo o profesión que elija.
“Educar” se relaciona, fundamentalmente, con comunicar criterios de vida (sabiduría) que ayuden positivamente a cada persona a ubicarse ante sí misma, ante los otros y ante el mundo circundante, a fin de dar sentido a su existencia y a todo lo que realiza en ella.
Diríamos que “instruir” tiene que ver con el “saber” y con la parte intelecto-habilidosa de la persona; mientras que “educar” se relaciona con las “pautas actitudinales”, interiores o de conciencia que orientan el actuar de cada cual en toda circunstancia.
Se educa para ser persona. Ante el crecimiento desbordado de la parafernalia tecnocrática, se corre el peligro de perder de vista lo esencial de la educación, que reside en la posibilidad de transmitir a las nuevas generaciones “lo propio de la experiencia humana” porque está en juego el valor de cada persona.
Hoy, tanto en el instruir como en el educar estamos todos concernidos, seamos conscientes de ello o no. La familia, la escuela, la sociedad, los medios, la informática estamos continuamente “traspasándonos” saberes y actitudes; sean ellos positivos y constructivos o negativos y destructores.
¿Cómo educar?
Para respondernos la pregunta, conviene hacer un rápido repaso de la situación socio-económico-cultural en la que estamos insertos.
Estamos viviendo cambios profundos que están modificando los modelos de organización de nuestra sociedad en la familia, en el trabajo, en la política, en la cultura.
Uno de los rasgos de nuestra época es nuestro menosprecio del pasado y nuestra incertidumbre ante un futuro, que algunos describen como la “sociedad del riesgo” y otros como “un mundo desbocado”. La consecuencia de ello es que no nos interesa más que “vivir el presente”.
Pero “este presentismo” adolece de un problema: el déficit de “sentido de la vida” que está influyendo o configurando el malestar que soportamos o sufrimos cada día, ya sea en lo personal como en lo societario. Aunque nos esforcemos en “tapar” ese malestar con un consumismo narcisista.
La respuesta a la pregunta no puede venir dictada sino por la ética, por las convicciones, por los criterios que faciliten la convivencia en sociedad.
Si la instrucción y el conocimiento pueden ser adquiridos mediante la palabra transmitida por personas, por libros, por medios electrónicos o por autodidáctica, la educación se sirve de un único medio esencial: el ejemplo y el testimonio de vida.
Para educar -en el sentido que estamos explicitando- de poco valen las palabras, aunque sean repetidas millones de veces. Son los “ejemplos justos y buenos”, plasmados en personas y/o instituciones, los que pueden dar el marco apropiado para que otros y otras se sientan invitados y captados en su interioridad para obrar de igual manera.
La palabra permanece en el orden de lo racional; el ejemplo penetra hasta las fibras más íntimas de la persona estimulándola a obrar adecuadamente.
No somos islas ni asteroides navegando solitariamente por el espacio. Nacemos, vivimos y partimos rodeados por otras personas y por la naturaleza que posibilita nuestras vidas.
Es fundamental, entonces, “aprender a vivir juntos”, en relaciones mutuas positivas que nos hagan mejores y que den sentido al vivir en sociedad. No amontonados sino relacionados de modo gratificante y superador: la interdependencia solidaria.
Y esto solo es -y será- posible cuando veamos en nuestro entorno actitudes ejemplares o cuando decidamos convertirnos nosotros mismos en un ejemplo bueno para otros.
Y, aunque resulte duro, debo decirlo. Muchos se enredan en la autocomplacencia pensando en la importancia de su vocación o profesión para mejorar la humanidad o la argentinidad o la mendocinidad cuando son cómplices de un poder político y/o económico que favorece a pocos en detrimento de la mayoría.
Es imperioso que nos interpelemos y asumamos la tarea de criticar la función ideológica de muchas personas e instituciones que se presentan ante la sociedad como “neutras” ante el poder político-económico, a fin de desenmascarar ese poder que ejercen y, de este modo, tomar conciencia de la necesidad de su transformación para alcanzar la meta de una sociedad más justa y fraterna.
Ni antes, ni ahora, ni nunca, la humanidad ha sido o será más humana mediante injusticias, agresiones, guerras, derramamiento de sangre y destrucción.
Baste mirar con limpios ojos a quienes nos posibilitaron la vida y a quienes, en el transcurso de los tiempos, nos han transmitido grandes y hermosos ejemplos de vida, posibilitando que hoy podamos estar vivos y comunicados conversando sobre cómo educarnos mejor para ser mejores.
El autor es sacerdote católico

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