Por Inés Riego de Moine
Si se nos exigiera contestar hoy a este peculiar interrogatorio que el místico renano Meister Eckhart (1260-1327) formulara a una persona buena, cualquiera de nosotros,…
“- ¿Por qué amas a Dios?
– No lo sé, a causa de Dios.
– ¿Por qué amas la verdad?
– A causa de la verdad.
– ¿Por qué amas la justicia?
– A causa de la justicia.
– ¿Por qué amas la bondad?
– A causa de la bondad.
– ¿Por qué vives?
– ¡Por Dios! ¡Lo ignoro! Pero estoy feliz de vivir”.
(Sermón Mulier venit hora).
…¿estaríamos preparados para asumir tales respuestas que reflejan el perfecto estado de confianza y abandono ante la desnudez que nos constituye y la gratuidad desbordante que nos rodea? Nosotros que queremos -y a veces creemos- saberlo todo y dominar la realidad, que vivimos en el vértigo de la posesión y la diversión, que acumulamos actitudes de egolatría e individualismo, que nos sumimos en la desconfianza y la desesperanza, contando con que somos, a pesar de todo, hombres y mujeres de buen corazón, hemos olvidado experimentar a fondo nuestra propia desnudez porque el peso de estas ‘posesiones’ nos visten a diario sin poder advertir que ellas nos impiden vivir en nuestro peso verdadero, el amor, eso de que cabe llenar nuestra vida y convertirla en una vida ‘de peso’. No en vano san Agustín dejó escrita esta confesión que debería ser la idea rectora de todo itinerario vital, la que nos conduce a lo mejor de cada uno: “Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado” (Confesiones).
El hombre del interrogatorio carece de razones puntuales sobre las causas de su amor a la verdad, a la justicia, a la bondad, a la vida, a Dios…, no porque no las haya meditado, no porque no estén en él esas razones, sino porque vive en un estado de desapego de las cosas y de sí mismo que lo convierte en un hombre feliz, simplemente porque aprendió a vivir desde esta gratuidad universal y personal que se puede traducir discursivamente del modo que más nos guste: abandono ontológico (Meister Eckhart), vacío y nada (san Juan de la Cruz), Gelassenheit (Martin Heidegger), disponibilidad y estado de presencia (Gabriel Marcel y Emmanuel Mounier). Para Eckhart “el hombre que quiere comprender esto debe estar totalmente desapegado” (Sermón Praedica Verbum); siguiendo su huella mística Heidegger dirá que “el hombre, en el más recóndito fundamento de su ser, nunca es verdaderamente tal hasta que es a su modo como la rosa, sin por qué” (Der Satz von Grund). No pudo eludir ser inspirado por el bello poema del místico germano Angelus Silesius (1624-1677) titulado Sin por qué:
“La rosa es sin por qué; florece porque florece;
no cuida de sí ni pregunta si es observada”.
La rosa es la metáfora que ilustra el sin por qué de la vida misma, inclusive de la humana, que no requiere de una razón ‘para sí’, aunque la tenga ‘en sí’. ¡Cuán extemporáneas suenan estas palabras para nosotros, posmodernos globalizados en una cultura que sólo nos habla desde el placer y la eficacia! Ella habla desde el imperativo del ‘para qué’ utilitarista del momento y pocas veces desde el ‘por qué’ profundo de lo real, a todos nos consta.
Cuánto menos sabe hacer esta otra lectura que se nos ofrece desde siempre a todos: que lo que es, es sin más, sin por qué, porque la realidad misma responde al orden de la gratuidad, de lo donado sin por qué al ser humano, siendo él mismo puro don gratuito. Pero esta gratuidad del ser y del vivir no contradice en absoluto aquella genuina sentencia aristotélica que nos descubre como eternos buscadores de la verdad: “todo hombre desea por naturaleza saber” (Metafísica), ni tampoco al leibniziano principio de razón suficiente que nos hace partícipes del costado racional de lo real: “todo lo que existe tiene una razón de ser” (Teodicea).
Verdad y racionalidad que merecen ocupar el lugar correcto para no torcer ni traicionar el orden de la gratuidad: el saber -así como la racionalidad que lo ampara- cobra su justa medida en el amar que nos salva para la eternidad, comprensión esencial que respeta al todo del universo personal y que asumimos desde el personalismo comunitario.
No hay para nosotros otra manera de ser. ¿Por qué, entonces, afanarnos tras tantos espejismos que esconden nuestro hondón verdadero? ¿Por qué no dejarnos sumergir en este estado de vacío y desnudez donde somos plenos, vestidos de las más altas galas humanas, por haber hecho un lugar para Dios en el alma, como aconsejaba el doctor místico Juan de la Cruz? “En esta desnudez halla el alma espiritual su quietud y descanso; porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro su humildad” (Subida al Monte Carmelo).
Pero esta apatheia, esta pasividad propia de la actitud místico-religiosa, no implica la resignación ni la claudicación, sino un modo de ser esencial que nos dispone a la acción de una “conciencia no satisfecha”, comprometida solidariamente con el dolor del otro. No se refiere a otra cosa Emmanuel Mounier cuando, en el corazón del siglo XX, nos legaba su: “adsum, estoy presente”. Hacía de la disponibilidad que dice “presente” -y que tiene un gran componente de humildad- el valor y la virtud que nos acercan en plenitud a esa identidad que buscamos y, por lógica relacional y comunitaria, a ese rostro que decimos amar.
Imposible llegar a este estado de disposición y compromiso cuando estamos llenos de nuestro ego, de las mil solicitaciones materiales que nos rodean, de los infinitos por qué sin respuesta que, sin embargo, pretendemos agotar, de las responsabilidades eludidas a diario… Ese testigo del siglo XX que fue Mounier nos ha impulsado aún más allá: “Adsum. ¡Presente! El cristiano es un ser que asume. La última advertencia de Cristo antes de su muerte es un alerta contra el renegar y la ha dado a san Pedro, pilar de la Iglesia, el cual dijo: ‘Yo no conozco a este hombre’, ‘No conozco este acto’, palabras de muerte voluntaria; la imagen de Dios renuncia allí, con su responsabilidad, a su privilegio. Cuanto más se profundiza la esencia de la moral cristiana, tanto más confirmado en ella como centro de todo pecado aparece ese fariseísmo primordial por el cual el pecador, solidario de mil vínculos, se descarga de su peso sobre su vecino, sobre la colectividad, sobre los mitos, para darse la felicidad sin esfuerzo de una conciencia satisfecha” (Personalismo y cristianismo).
No es la felicidad de la conciencia satisfecha la felicidad que expresa el hombre del interrogatorio, sino ésa que nos interpela en lo profundo. Quien así ‘se abandona’, y en ello le va el ser un hombre feliz, es en realidad quien está mejor preparado para no claudicar ante su vocación profunda, para asumir sin dilaciones su misión en esta vida, para decir sin miedos ni falsas posturas: “estoy presente”. Difícilmente, pues, se pueda comprender y vivir el adsum en su encarnada pureza sin la actitud del místico, de la que debemos aprender mucho en este tiempo: desnudarse para ser en plenitud, vaciarse para adquirir peso propio, asumirse como la rosa, que no presume de su belleza ni pregunta por qué vive, en definitiva, hacerse nada para alcanzar el todo. A este reto ineludible estamos llamados hoy, reto que cantó a su manera inmortal san Juan de la Cruz y que no nos cansaremos de traer a la memoria: “Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada”.
La autora es presidente del Instituto Emmanuel Mounier Argentina