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Una frase, una paila de cobre, y un color

“No es necesario precipitarse artificialmente en ninguna dirección. El destino se cumple por sí mismo, y, para ese entonces, uno se encuentra preparado.” I Ching. El libro de las mutaciones

Esta mañana, esta frase me ha venido acompañando, y lo sigue haciendo ahora de tarde. Me tranquiliza. No es necesario precipitarse artificialmente en ninguna dirección. El destino se cumple por sí mismo.

Esta frase, una paila de cobre, y un amarillo en medio del rojo.

Están siendo excelentes compañías, que agradezco.

En la foto, un árbol Ficus, en el patio del CEFOR de João Pessoa, Paraíba

Volviendo

Ayer llegué a Mendoza una vez más. Otra vez en Mendoza. Y ya a estas horas de la mañana, cuando el canto de los pájaros.

Y las parras brotadas de verde en esta primavera diferente. Al poner las letras en la hoja, esa misma vieja sensación de paz y bienestar. Mi lugar. Las montañas en el camino, no dejan de admirarme.

Esas moles de piedra que parecen (algunas de ellas, son tan diferentes unas de las otras) como moles de lava que acaba de depositarse sobre la tierra. Las horas de amansadora en la frontera. Inútil. Absurdo. Burocracia. Un día no habrá más fronteras ni países.

Un solo país, la humanidad. Santiago de Chile y los jacarandás. Las flores amarillas del lado chileno de la cordillera. Y ahora ya Mendoza, otra vez Mendoza. Mendoza, como si nunca me hubiera ido. Y ahora ya las flores internas. Esas en que te veo, te siento, sé que estás ahí y sos vos.

Lila, violeta, morado, magenta. Esos colores, estos tonos. Y las acacias amarillas. El camino interno. Yo no necesito negarme para estar entre ustedes. No necesito negarme para estar aquí. Hay ajustes, concesiones, necesarios a la convivencia. Pero no en lo esencial. Adentro, yo. Aquí, yo.

Permanencia

Hay días que uno se levanta como queriendo simplemente ser uno mismo.

Ser la persona que uno es. Derramarse en letras sobre la hoja, como hacían los chinos con las hojitas de té, a ver qué aparece. Mirarse, sentirse, ver cómo uno está, y a vivir.

Invocar el Dios interior, Jesús, los espíritus parientes, el Espíritu Santo, o a quien reverenciemos o por quien nos sintamos acompañados y guiados. Saber que esta y toda otra tarea o afán humano, serán siempre precarios, aproximados.

Nada puede substituir nuestra propia voluntad y discernimiento. Pero tampoco iríamos muy lejos, distanciados o disociados de la fuerza que anima el universo. El amor que alienta en todas las cosas.

Uno mira su pasado, el pasado que le tocó vivir, y mira el presente. Y ve que la incertidumbre y la inseguridad están siempre por ahí. Sin embargo, en esas circunstancias inciertas, es que ocurre la vida.

Hay veces que creemos que hemos encontrado la fórmula definitiva. Llegué a la Tierra Prometida. Llego y me voy. Atrapo un rayo del sol, llego al paraíso, y en seguida otra vez estoy a tientas. El movimiento de la vida.

Esto no es para que uno se desespere, sino para que, al contrario, aprendamos a movernos en la realidad de la vida, que es cambiante y fija. Fijamente cambiante, ¿te fijás? Tengo la impresión de que hay una posibilidad de insertarme efectivamente en la realidad.

Es la mirada poética. El niño o la niña interior. Esa percepción pura que permanece en cada uno, en cada una de las personas. Uno la puede encontrar. Yo puedo vivir allí. Allí no hay cambios, hay permanencias. Allí convergen Jesús Cristo y Julio Cortázar.

Jorge Luis Borges y el Padre José Comblin. Graciela Maturo y Gita Lazarte. Gabriela Mistral y Violeta Parra. La rueda de la vida que gira y da más vueltas, y vuelve al lugar de donde nunca salió.

Presencia

Acabo de volver de unos días en Bananeiras, interior de Paraíba. Tanto verde. Gente cordial, que saluda. Ese sumergirse en el campo, que nos tranquiliza. Los árboles, las vacas.

Los pájaros cantando y volando por todas partes. Las mariposas y flores. Tanto verde. Todo ese verde, que de verdad que aunque tenía ganas de volver a casa, también confieso que volví con una cierta tristeza.

Alguna parte nuestra se encuentra muy a gusto en la inmensidad y el silencio. Es cierto que la vida sigue, y uno atiende a sus llamados. Misiones aquí, misiones allá.

Pero ninguna misión mayor que el amor y la felicidad. La justicia y la celebración de la vida. Ahora al escribir, en este pedazo que es la parte que me cabe en este latifundio, también una sensación de paz me invade.

Una sensación de aquietamiento. También aquí están mis afectos. Mis libros, mis amigas y amigos. Mi familia, aún la que vive lejos, o ya en otros planos de existencia, está toda aquí. Todo aquí, y yo también.

La vida como misión

Escribir puede ser una misión. Creo que vivir es una misión, o puede serlo, si uno le da un sentido de amor y de servicio a la vida. No basta estar vivo para que la vida tenga un sentido. Se puede estar vivo mecánicamente, que es una manera ausente de estar aquí.

Cuando digo que la vida puede tener un sentido de misión, es que me parece que si uno está aquí, debe hacerse responsable del hecho de estar vivo. Creo que todas las personas pasan o han pasado por circunstancias difíciles.

Los días pasados pueden haber sido muy arduos. Pero si estás aquí, hay todavía una razón muy importante para que estés en este mundo. El mundo no sería el mismo sin vos. Cada uno de nosotros tiene un lugar, y ese lugar es insubstituible.

Cuando escribo, ocupo mi lugar. Y no se escribe solamente cuando se ponen palabras en un papel, como ahora. Estamos escribiendo siempre. Cuando salimos a la calle y vamos al mercadito o al gimnasio, o cuando vemos a alguien o pasamos por una vereda, estamos escribiendo.

Alguien está leyéndonos, y, lo que es aún más importante, estamos leyéndonos a nosotros mismos. Cada paso, cada respirar, es una letra en el libro del tiempo. Cada día es una nueva posibilidad abierta, aunque todos los caminos puedan parecerte cerrados ahora.

Hay una rendija, una puerta abierta por la que se puede pasar, aún en la situación más difícil. Cuando escribo, todo ocupa su lugar, todo está como debe ser. Y cuando vivo con atención y con mucho amor por esta oportunidad única de estar vivo, la vida me va incluyendo, me voy fundiendo cada vez más con esa totalidad que es el existir.

No podemos eliminar la muerte física en el final del camino. Pero podemos evitar a toda costa la muerte en vida, que es un mal que nos puede sobrevenir si desistimos de darle un sentido todo especial a cada segundo, al hecho de estar formando parte de la gran marea de la vida.

Cada uno de nosotros es una posibilidad única del infinito, una forma única como la vida se manifestó. Y entre todos, entre todas, somos un tejido en movimiento que se puede ir moviendo hacia más amor, más justicia, más verdad. En esto creo, y sé que no estoy solo.

Liberación

En la constante relectura de nosotros mismos, podemos ir reencontrando el sentido de nuestros dolores. El amor. Aquello que no muere.

Esa su manera de no saber exactamente qué es qué, o quien era él, qué debería o no debería hacer, que ya en el pasado le causara tantas dificultades, ahora la veía como algo que podría llegar a causarle mucha diversión. No tener que actuar siempre de la misma manera, esa noche se le figuraba como una libertad que le era posible disfrutar.

¿Por qué tener que tener siempre las mismas opiniones? ¿Por qué tener que actuar siempre del mismo modo? Si hasta mis conceptos de Dios, pensaba, o de la vida y el amor, de mí mismo, de todo, participan de la misma cualidad de todas las cosas: están en perpetuo cambio. Ya no se sentía aprisionado en una especie de jaula invisible de la que no podría salir nunca más.

Al contrario, había venido soltándose de las amarras de los condicionamientos impuestos a lo largo de los años, hasta el punto que hoy se encontraba en un lugar tan suelto, tan liviano, que a veces parecía una especie de inmortalidad anticipada. Esto es lo que empezaba a disfrutar, desde su regreso de su ciudad natal, donde se había encontrado con sus hijas e hijos de un modo diferente de todos los anteriores. Era como si por primera vez los hubiera visto.

Algo que había limpiado su alma. Ahora habitaba una especie de espacio-tiempo diferente, transparente, translúcido. Estaba del lado de acá del pasado. El pasado había quedado atrás. Ahora era esto, un tiempo primordial recuperado. El tiempo de la inocencia, en el borde mismo de la entrada a la edad de oro. Todo tenía un sabor de novedad, aunque fuera lo mismo, aparentemente. Pero el lugar de adentro estaba otra vez habitado. ¡Cómo es sutil el ser humano!

¡Cómo son tenues, y al mismo tiempo fuertes como el acero, los lazos del amor! Haber recuperado ese lugar interior: sus hijos e hijas otra vez donde siempre habían estado, donde siempre deberían seguir para siempre, le había devuelto una sensación de eternidad. Pero no piensen los lectores o lectoras, que nuestro personaje andaba como flotando por ahí, como hoja al viento. No, al contrario. Estaba como integrado en el flujo de la vida.

Si su indecisión, su no saber qué o quién era, o qué eran todas las cosas, que en el pasado se le figuraran como defectos o fallas de su personalidad, ahora se sentía con sus raíces enterradas en el seno mismo de la existencia. Sabía que la salida abrupta de su país, hacía ya tantos años, lo dejara dado vuelta, y ese quedarse en el aire no desaparecería. Era una forma de ser, común a personas que habían pasado por experiencias semejantes.

A veces le venía una tristeza profunda, sin causa aparente. La dejaba llegar. Eso abría en sí mismo un espacio para el mundo alrededor. La gente le llegaba sin barreras, podía ser más acogedor. Tal vez eso fueran las perlas, que la vida genera en nosotros a partir de las heridas. Sí, era eso. Anoche mismo, esa tristeza lo visitara, en una reunión de familia, en medio de la charla alrededor de la mesa. La dejó llegar. Sabía que la tristeza algo nos quiere decir. Viene, y entonces te abres aún más al mundo, dejas que la gente te llegue integralmente.

Y después se va, pasa, sigue. Entonces podrías disfrutar de lo que antes te hizo sufrir. Podías dejar que el mundo te llegara más intensamente, sin barreras, sin la oposición de los prejuicios o del miedo. Eres cada vez más parte de la eternidad. Uno nace muchas veces en la vida. Nace, sí, nace y muere muchas veces, antes de eternizarse. Pensaba en esto esta tarde, en lo que dijera el Padre Comblin: que el amor es esa parte nuestra que no muere. Es Dios mismo en nosotros. Esto le consolaba.

Le daba una paz profunda. Evocó en su corazón el rostro de su padre, ya de muchos años. Los rostros de sus hijos e hijas, su madre, su esposa, sus hermanos, la familia entera. Veía esos rostros transparentes, como cubriendo el espacio alrededor. Uno puede liberarse en vida, pensó. Sí, era eso. Como decía aquella canción de Los Iracundos: ese algo que no muere. Algunas letras parecían querer llegar todavía, pero el sol y las nubes, el cielo y el calor de la tarde, eran como que un llamado a seguir hacia allá, hacia el otro lado de la hoja.

Refluir

Poder de repente dejarse refluir hacia las regiones crepusculares de la poesía y la literatura. Sólo de pensar en esto ya me hace bien. Relajo. Dejo de presionarme. Dejo de creer que tengo tantas obligacioes. O que el mundo depende de algo que yo haga o deje de hacer. He estado pensando en la Terapia Comunitaria Integrativa. ¡Cómo mi vida fué volviendo a su eje desde que me fui integrando a este espacio! Fui recuperando mi humanidad.

Volviendo a ser yo. Dejando de lado esa especie de locura de pensar que yo podría ser tan indispensable para que algo ande bien. Recuperando mi naturalidad. ¡Está todo tan bien así, de este modo, de esta manera exacta como es! No tengo tantas deudas. No tengo ninguna deuda. He estado revisando qué fue lo que cambió en mí en estos ya más de 10 años de estar en la red de la Terapia Comunitaria Integrativa.

De pronto es esa sensación de que yo puedo ser yo mismo. La misma sensación que la poesía y la literatura me devuelven. A veces me dejo estar. Relajo. Aflojo las presiones y las tensiones. Las exigencias y expectativas. Que son al fin y al cabo cosas muy parecidas. Relajo y me dejo estar. Entonces veo cuánta gente vino para dentro mío. ¡Cuánta gente querida, de tantas partes diferentes de Brasil, Argentina. Uruguay, Chile, Bolivia, Ecuador! Es como si se hubiera rehecho mi mapa interno. Un mapa afectivo.

Escribir es una forma de no hacer nada

Escribir es muchas cosas, que he ido descubriendo y sigo descubriendo a lo largo del tiempo. Entre otras cosas, es una forma de no hacer nada, lo cual es un extraordinario alivio para esa presión constante para que uno esté permanentemente haciendo algo. Haciendo cosas importantes, sobre todo. Importantísimas, de preferencia.

Creo que son los avatares de una civilización hecha a la producción. Pero no quiero desviarme del foco. Lo que quiero centralizar ahora, es cómo me alivia bárbaramente este ejercicio del no hacer nada, escribiendo. Escribir como una manera de evadirme de la exigencia interna de resultados y desempeño. Tenés que ir a no sé dónde. Tenés que hablarle a Fulano. Tenés que escribirle a Zutano.

Tenés que ir al mercadito a comprar tortitas. Y no es que haya nada de malo en hacer estas u otras cosas, o en hacer cosas, en general. Inclusive porque este no hacer nada que es o puede ser el escribir, también es, de algún modo, una forma de hacer cosas, y de las más importantes. Cosas importantes. ¿Pero no es que queríamos escapar de ésto? Escapar e ir al encuentro. Escapar es ir al encuentro.

Esto es lo nuevo, y lo viejo, de hace añares. Tal vez una de las más importantes cosas que hago al escribir, es ir haciéndome un lugar en el mundo. Ir haciendo mío el mundo en que vivo. Ir deshaciendo la extrañeza, esa sensación de ser un sapo de otro pozo, una especie de bicho raro, que muchas veces me asalta. La vida es esa incerteza, esa mutabilidad contínua, eso que se nos escapa cuando lo intentamos agarrar.

Y sin embargo, en los sucesivos intentos, algo nuestro se va diluyendo con el todo, se va incorporando y reconociendo como parte de esto que está aquí. Esto que está aquí y seguirá estando aquí para siempre y por siempre. Escribiendo también me voy librando de los pensamientos y visiones de mundo extraños, que se habían infiltrado en mi interior, y que tuve y aún en parte sigo teniendo como si fueran míos. No lo son.

Al escribir, va viniendo el yo verdadero. Voy viniendo yo, verdaderamente. Y esto funciona como un espejo también para quienes me leen, muchas veces. Se ven reflejados y reflejadas en estas anotaciones, del mismo modo como yo me veo reflejado en los libros que leo. También cuando escribo, me voy sumergiendo en una especie de sensación de eternidad, como cuando uno mira una maceta en un jardín, con una planta, y siente de pronto que aquello pertenece a un tiempo que no pasa.

Como si la maceta y la planta y el jardín y uno mirando todo eso, fuera algo fijo en el tiempo. Algo eterno. Escribir es muchas cosas. Es ganar la compañía de una vasta humanidad que se desparrama por toda la extensión del globo, y que, como uno en este rinconcito de Mendoza o de João Pessoa o de Paraná o de Cuiabá o de donde pueda estar, se va juntando y se va uniendo también a esa totalidad en movimiento. Escribir es estas y muchas otras cosas. Es como leer y vivir: inagotable. Siempre nuevo y siempre el mismo, pero no igual.

Ruego…

Por Eva Zamporlini

Que lluevan a millares
Estrellas en el cielo infinito.
Que el silencio
Transforme en carcajadas
El dolor de sed de tantos niños
La maldad tropiece
Una vez más
Y se haga añicos.
Que la flor del romance
Permanezca
Intacta y desafiante
Entre los truenos.
El rumor de las aguas
Que pasean
Acompañen el sueño
De infinito
Y el verdor no marchite
La esperanza
De hacer cadencia
El uno en muchos
Unidos por borrar
Tanta frontera.

Fuente: La Quinta Pata
http://la5tapatanet.blogspot.com.br/2015/03/ruego.html