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El proceso de procesar al proceso

A veces la gente me pregunta por qué sigo escribiendo sobre el proceso. Si eso ya pasó, si a mí no me hicieron nada. Yo entiendo la pregunta, pues es gente querida la que me la hace, familiares, amigos. Ha sido un largo camino, ajustar las cuentas con el proceso. Desde la auto-tortura, allá por los años de 1978 en adelante, hasta 1996, en que decidí volver. No decidí volver solo, ni volví solo.

Empecé a volver, a dejar de torturarme con la culpa de haber sobrevivido y empezar a darme cuenta de que había una vida aquí y ahora exigiéndome respuestas, pidiéndome que diera cuenta del milagro de haber sobrevivido. De a poco, y con la ayuda de muchos y de muchas, empecé a volver. El camino es lento, pero se puede.

Digo estas cosas pues vuelvo de la Argentina después de una estadía de 20 días, y me doy cuenta de que el proceso de procesar al proceso es una tarea contínua, colectiva, interminable. Yo quiero agradecer a tanta gente que me recibió en Brasil en 1977 y a quienes, en Argentina y Brasil, me fueron dando pistas para digerir el proceso. Saber qué había sido aquello. No diré nombres, pues la lista sería injusta, por las omisiones.

Pero en mi corazón agradezco contínuamente a todas aquellas personas que me ayudaron a seguir creyendo en la vida, en el amor, en la honestidad, en la esperanza, la justicia, el bien, la nobleza, la verdad, la caridad, todo aquello que el proceso vino a destruír.

Agradezco porque cada día que pasa me pone más lejos de aquellos tiempos oscuros, tiempos que ninguno de nosotros gustaría de haber vivido. Cada segundo que pasa estamos todos más distantes de la felonía nazi que se enseñoreó en la Argentina entre 1976 y 1983. Un día, no habrá más recuerdo de la barbarie. Habrá desaparecido en el olvido, habrá otra vez la inocencia.

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Buen día, Argentina

¿Cuántas veces habría ya escrito sobre aquello? ¿Cuántas, aún volvería a recordar las cosas pasadas en Argentina en 1976 y después? Fueron años de querer olvidar, años de recuerdos forzados. Una cosa y la otra. Contradicciones. Es así mismo, no busques coherencia donde no la hay, pibe.

Cuando llegué a Brasil, hacía de todo por olvidar, aunque era imposible. La gente te preguntaba si eras montonero. No podría hoy, esta tarde lluviosa de marzo de 2010, hacer otra cosa que dejar venir lo que venga, como venga. La chica que me vino a visitar en São Paulo en 1978. La misma que se riera de mi preocupación de ser uno de los estudiantes echados por la intervención militar en la Universidad Nacional de Cuyo.

“Es la sociedad la que nos enferma”, me dijo. Fuimos a alguna playa y no la ví más. Nos echaron, y nos echaron más allá de la universidad, más allá de la carrera de sociología, más allá de la condición de estudiantes. Nos sacaron del cuerpo. Nos fuimos de nosotros mismos. Esto es la tortura psicológica, esto es lo que perseguía el adversario, el enemigo. Tratar de destruirnos.

El ser humano, sin embargo, es sorprendente, y hasta el cálculo más preciso del terrorista de estado, del represor y torturador, tropieza con la resiliencia, la carencia que genera competencia, la capacidad de hacernos fuertes allí donde más fuimos golpeados, donde más sufrimos. Esto se aplica a toda persona, a la persona común, no a algunos en especial.

El escritor Eduardo Mugnagna dijera cierta vez, que todos tuvimos que irnos, y tenía razón. Todos nos fuimos, los que nos fuimos y los que se quedaron. Nos echaron del cuerpo. Pero de a poco, uno va volviendo. Yo empecé a volver en 1996, cuando escribí Argentina, ayer nomás, publicado en la Revista de la ADUFPB-JP, el sindicato docente de la Universidade Federal da Paraíba, en que trabajaba. Al leer lo escrito, al verlo, al recordar lo que había pasado, empecé a volver. Verlo publicado, verlo fuera de mí, en la revista, me hizo bien.

Había mucho más para sacar, y lo fui sacando año tras año, de a poco. Sur, paredón y después, escrito a continuación, apuntaba en lamisma dirección. Decir lo que duele. En 2004, cuando empecé a frecuentar las ruedas de terapia comunitaria en João Pessoa, Paraíba, Brasil, escuché algo que me sacó una venda de los ojos. Una membrana de cristal desapareció de mi vista. Eso ya pasó, escuché de una de las participantes de la rueda. Hizo un movimiento de dar vuelta la página. Hablarlo en público, en medio de gente que no sabía de la dictadura argentina –al menos eso suponía yo—me hizo bien.

Yo creía que no había un dolor más grande que el mío. No hay tamaños de dolores. Hay dolores. Nadie nació para sufrir, pero el sufrimiento nos hace crecer. En las historias de vida de cada persona, hay dolores que se hicieron flores, como decía mi abuela Mamina. Los dolores del proceso son dolores que nos abrieron a una nueva realidad, a un mundo más humano, al amor incondicional de la gente, a la solidaridad que existe por allí, y que acoge cuando más precisas. Gente que ni conocías te daba la mano, te invitaba a comer en su casa, te daba trabajo, te escuchaba, te invitaba a pasear. No te conocían y te daban la mano.

Eso cambió mi vida. No me gustaría seguir dándole vueltas a la cosa, pues la noche se acerca y es mejor traer otros pensamientos. Los dejo por ahora. Mañana será otro día. Y en la Argentina que se levanta para exigir justicia, brilla lo que el genocidio no pudo, no podrá nunca, nunca el nazismo podrá borrar lo que no puede ser destruído: la esperanza. Y en la esperanza sabemos que somos ricos. Allí somos vencedores. Buen día, Argentina.

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24 de marzo de 1976

Hoy pensaba, no hay un día que no piense, en las cosas que no debo recordar.

Pensaba y recordaba y pensaba que el golpe de 1976 inauguró nuevas categorías de la infamia, de la ignominia, de lo abominable, de la traición.

El gobierno argentino desmovilizó lo que era una jornada de protesta, haciéndola un feriado cualquiera, y muchos ni saben por qué ese día no van a al escuela o al trabajo.

Todavía los crímenes de la cuadrilla videlista están impunes. Pero no falta mucho.

A alguien, sin duda, le han de prestar cuentas, algunos ya le habrán prestado cuentas.

Pero deben pagar aquí y ahora, en la tierra.

Yo recuerdo, vos recordás, todos recordamos las cosas que nos tocó vivir a partir del 24 de marzo de 1976, el año de la infamia, de la antipatria, de la traición, de la mentira, de la fuerza bruta, de la canallada.

Recordamos también lo que nos fue dado conocer gracias a la barbarie videlista.

La solidaridad, el amor, las manos extendidas.

La gente que ni conocías y te daba trabajo, te ayudaba a conseguir casa, te daba su amistad, te invitaba a comer, salía con vos, sin saber quién eras, no importaba.

La justicia va a llegar. Tarde o temprano, va a llegar, y el 24 de marzo será un día de recuerdo y de lucha, de repudio a la barbarie y a la infamia, a la traición y a la antipatria, a lo que no es humano.

Feliz Navidad

Pasó años sin querer oír hablar del Proceso. Cantaba Dead Flowers pensando en los desaparecidos, algunos de los cuales conoció, vivos.

Una vez, sin embargo, al ver La Historia Oficial con su hermano, la cosa empezó a volver.

Volvía y volvía ya de un modo vivo, no intelectual. En 1999, con su amada, se propuso a volver a ser el que fuera antes de la carta, antes del 19 de junio de 1976, cuando pudo transformarse en un desaparecido más.

Empezó a esperar la muerte, sin que viniera. Venía de todas partes, sin embargo. Empezó a matarse por dentro. No quería vivir más. No merecía, pensaba.

Tantos y tantas habían muerto. Tanta gente inocente, como la niñita de brazos aquella en Mendoza, que muriera mientras torturaban a la madre.

Recordaba y recordaba. No lo entendería, nunca podría entender la saña genocida, la mentira sistemática, la desaparición de personas, no podía entender.

De a poco, fue viniendo la luz. Fue entendiendo que aquello era necesario para esta alegría de que hoy disfrutaba.

Le parecía extraño. La geometría de Dios, que le hizo escapar del infierno para encontrar su amor, el amor de si vida.

Una vida con sentido. Dedicada al servicio de quienes más sufren y sin embargo, sonríen, aman, como él, como siempre amara, como no podría dejar de amar.

El ciclo llegaba a su fin, parecía, el proceso al proceso finalizaba.

Aún quisiera, como todo argentino o argentina, ver condenado en tribunales la infamia, la traición, la aberración, el golpe más duro de la oligarquía argentina contra su pueblo, contra el pueblo que paga sus salarios de militares y de obispos, cardenales, periodistas, cómplices del terrorismo de Estado aún impunes.

Esa deuda no cierra, pensó, pero en lo individual, en el espacio de esta vida finita que un día devolveré e Dios, ya no tengo pena de lo que sufrí, de la locura en que caí durante años, y, como la madre de aquél joven mendocino asesinado en 1976, aprendí a hacer blasón de lo que para ellos, para el genocida, y el apátrida, para el mercenario y sus apoyadores civiles y eclesiásticos, es y será siempre baldón.

En esta Navidad, siento llegar esa hora de luz que se anuncia para el mundo y a todos y todas los hombres y mujeres de bien, deseo Feliz Navidad.

Argentina, ayer nomás

Desde comienzos de los años 70 se instaló en Argentina un dato nuevo para los jóvenes: el terror. A él recurría el gobierno del general Onganía, representante de los monopolios y de las elites oligárquicas. A él recurrían Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo, entre varios otros grupos armados.

De modo que los que tenían 17 años en 1970, se fue instalando y reafirmando, cotidianamente, la certeza de que había que convivir con el asesinato, la tortura, las bombas, las palizas. La violencia en Argentina tuvo muchas vertientes: la del Estado que se clandestinizó en la represión desde el Ministerio de Bienestar Social en la gestión Lopez Rega; la del grupo Montoneros, “peronista marxista” nacido de la Tacuara derechista, el trotskysmo del ERP, entre otras.

Sin embargo, lo que vendría a partir de 1976 era algo sin parangón en la historia argentina. De Norte a Sur y de Este a Oeste, campos de concentración y centros de tortura donde se practicaba toda suerte de ultrajes a los prisioneros y prisioneras. Alguien pagó esa tarea de exterminio cuya finalidad consistió en desmoralizar al pueblo por el temor, quebrar los movimientos sindicales y la resistencia cultural, docilizar para mejor explotar.

No hubo tribunales internacionales de justicia para juzgar y condenar a los carniceros y sus financiadores internos y externos de guante blanco. Y la Argentina no se recuperará jamás del golpe recibido, a menos que esa tarea sea cumplida. Aquí se rastrean algunos antecedentes de la barbarie militar comandada y ejecutada por un alumno de la Escuela de las Américas, organismo donde Estados Unidos prepara sus verdugos: es el señor, acusado de ladrón de bebés, Jorge Rafael Videla.

La historia oficial. 24 de marzo de 1976 es un día difícil de olvidar para los argentinos: el golpe militar de Videla & Cia. La represión paraestatal, iniciada por el gobierno de Maria Estela Martínez de Perón en 1974, en un comienzo se volvió contra la izquierda peronista, armada o sindical, política o universitaria. Militantes de Montoneros, diputados del Peronismo Revolucionario, así como esa vasta masa esperanzada que recibió a Perón en Ezeiza, fueron siendo eliminados tanto física como políticamente, reestableciendo la muerte como argumento, un lenguaje que, en la Argentina, tiene larga tradición.

Veinte años después, el 24 de marzo de 1996, en Plaza de Mayo, corazón político de Buenos Aires, 500.000 personas salieron con antorchas por las calles de la ciudad, recordando una tragedia que los argentinos no quieren que se repita nunca más. La Argentina nació en guerra externa contra los españoles, terminada en 1816.

Pero la guerra continuó, contra enemigos internos: los negros que sobraron del período colonial (que fueron eliminados en la guerra contra el Paraguay), los indios sobrevivientes de la explotación española que los esclavizó en las minas del Alto Perú –hoy Bolivia y Perú– (exterminados en campañas “civilizadoras”) y los gauchos, cuya sangre tampoco fue ahorrada en el alborecer del país de Maradona y Cortázar, Gardel y Borges.

Las masacres de obreros anarquistas en la Patagonia, los fusilamientos de peronistas en 1955 por el general Aramburu, parecían en 1973 cosas del pasado, en un país cuya vida política estuvo marcada por golpes militares. El 11 de marzo de 1973, el Frente Justicialista de Liberación Nacional elige Héctor Cámpora presidente de la Argentina.

El socialismo nacional, un socialismo con cara argentina, parecía vencedor por el camino del voto. Algo que la Unidad Popular ensayaba en Chile con Salvador Allende en esos mismos años. Sin embargo, el sueño fue interrumpido por un ruido que se hizo familiar a la gente en aquellos tiempos: el sonido de las balas.

El sonido de los tiros de ametralladora a la noche, o de día, como cuando, hasta en la apacible Mendoza, la policía disolvió la manifestación convocada por la CGT para protestar contra la violencia con que las maestras fueron dispersadas a chorros de agua azul días antes. Manifestación en que vimos gente caer, y escapamos corriendo para salvar la vida.

Algo habrán hecho. Primero fueron los peronistas de base, los peronistas “revolucionarios” de Montoneros y de la Juventud Trabajadora Peronista, los militantes de las unidades básicas inspiradas en la corriente camporista. Después fueron los militantes y simpatizantes de las distintas fracciones en que una izquierda que poco entendió a la Argentina, se dividía (comunistas, comunistas “revolucionarios”, socialistas “democráticos”, socialistas “de los trabajadores”).

Obviamente, los guerrilleros (y sus familias hacia arriba y hacia abajo: padres, abuelos, hermanos, hijos) del Ejército Revolucionario del Pueblo, Las Fuerzas Armadas Revolucionarias, las Fuerzas Armadas Peronistas, con sus diversas fracciones (ERP rojo, ERP 22 de agosto, FAR 22 de agosto, etc.).

Tipos ideales e inteligencia militar. Con todo, Videla y su camarilla inauguran una nueva fase en la historia de la caza a los enemigos internos en la Argentina. El general Ibérico Saint-Jean, “gobernador” de Buenos Aires, después de la derrocada de Isabelita el 24 de marzo de 1976 (Perón había muerto el 1º. de julio de 1974), declaró que el objetivo de la “lucha antisubversiva” era terminar en primer lugar con los que son subversivos, en segundo lugar con los que fueron subversivos, y finalmente con los que podrían ser subversivos.

Los que eran subversivos, para los militares golpistas, estaba claro: cualquiera que no comulgase (y atención a la palabrita) con los valores “occidentales y cristianos”. Lease: capitalistas y católicos. En esa barrida, cayeron marxistas y Testigos de Jehová, hippies y yoguis, esotéricos y cristianos “revolucionarios”, judíos y masones.

O, lo que no es lo mismo pero daba igual: gente rara en general. Los que fueron subversivos, tampoco había dudas: cualquier persona que en algún momento de su vida hubiera participado de alguna de las clasificaciones sociales mencionadas.

Conviene recordar que la lista no perdonó aquellos que, habiendo tenido en su juventud o en cualquier otro tiempo, alguna práctica transformadora en los campos político, cultural, sindical, artístico, periodístico, contraria a los valores establecidos, al 24 de marzo de 1976 hubieran olvidado esos “pecados” de juventud o de “idealismo”. “Algo habrán hecho”, decían las personas cuando se sabía del secuestro, prisión, tortura o “desaparición” de alguien.

Y esto funcionaba también como argumento para adentro: ellos no me van a agarrar, yo no hice nada, no soy ni fui marxista, ni peronista revolucionario, ni judío, ni Testigo de Jehová, ni esotérico, ni masón, ni hippie, ni falopero. Al contrario: me corto el pelo una vez al mes, obedezco todas las órdenes del comando militar del área de “seguridad”, acato las disposiciones del toque de queda y del estado de sitio.

Nunca participé de ningún acto público, no fui a ninguna manifestación, no hice huelga a no ser con la certeza de no perder el empleo ni los días no trabajados. Sin embargo, para esa masa del “algo habrán hecho”, “por algo será”, y “a mí qué me importa”, aún restaba el tercer blanco de la cacería antisubversiva: los que podrían ser subversivos .

Su nombre podría estar, simplemente, en la agenda de direcciones de algún sospechoso de pertenecer a las categorías anteriores (los que son subversivos o lo fueron algún día).

Y usted, simplemente, entraba en el baile sin saber por qué. Sin darse cuenta de que el baile había empezado, y que su miedo no le había aconsejado una decisión sabia: la omisión. Claro que, cuando el Falcon gris de los comandos represivos paró en la puerta de su casa para llevarlo a usted también, ya había llevado, en viajes anteriores, aquellos que “algo habían hecho” para merecer ser presos, secuestrados, torturados, desaparecidos, cesanteados (los santos guerreros antisubversivos no perdonaron los bienes muebles o inmuebles de las víctimas: eran su botín de “guerra”.

En Buenos Aires, policías montaron inmobiliarias con casas y departamentos que ningún pariente o amigo del(la) ex-propietario(a) iría a reclamar). Cristianos de izquierda, especialmente militantes y simpatizantes del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, caían en las manos de la máquina de la muerte. Fueron juguete en las manos asesinas, que simulaban fusilamientos para arrancar nombres, direcciones.

Recordar Mauricio López, profesor cristiano de la provincia de San Luis, secuestrado, desaparecido y asesinado por el régimen de Videla, que hizo oídos sordos a los reclamos internacionales por su vida. Los militares de Videla, frente a las reclamaciones contra la violación de los derechos humanos, inundaban los parabrisas de los autos con banderitas argentinas con las palabras: SOMOS DERECHOS Y HUMANOS.

Sonaba tétrico, créame. Las “Madres de Plaza de Mayo”, un bando de locas. Un grupo de mujeres que, cansadas de peregrinar de comisaría en comisaría escuchando bromas crueles de los verdugos sobre el destino de sus hijos o maridos, desafió la represión, reuniéndose frente a la Casa Rosada (la misma casa donde Madonna quiso prostituir la memoria de Eva Perón) todas las semanas, pidiendo: “Queremos que aparezcan con vida los desaparecidos”.

Los años pasaron, y el régimen dejó un país entregado a la “patria financiera”, como era llamado el grupo de economistas (los “Chicago Boys”, Martínez de Hoz y compañía) que, entre otras cosas, abrió las importaciones de manera amplia, general e irrestricta.

Todo en nombre de la eficiencia privada, del libre mercado, de la modernidad, del no-corporativismo, del no-paternalismo. Contra la intervención del estado en la economía, lo que significa, como todos saben, la privatización del estado y la entrega de las más eficientes empresas públicas a holdings transnacionales que compran a precio de banana flotas aéreas, refinerías, yacimientos petrolíferos, en fin, la riqueza nacional.

Los militares que –en un hecho inédito en el mundo entero– fueron juzgados y condenados por tribunales civiles, por haber matado 30.000 argentinos (según informe de la insospechable Comisión de Derechos Humanos de la OEA), fueron amnistiados y liberados por decisión del gobierno de Carlos Menem, sin nunca haberse arrepentido.

Carlos Menem, el Collor que acertó, el Fernando Henrique Cardoso que acertó. Acertar significó, en este caso, ser elegido con un programa basado en las banderas históricas del peronismo (revolución productiva, empleo para todos) y traicionar punto por punto cada una de las promesas de campaña.

Acertar significa, en el caso de Menem, como en el caso de FHC, formar un Congreso obediente, sin oposición, de modo a gobernar con poderes totales. Se compran sindicalistas que vociferaban hasta conseguir privilegios sectoriales o personales suficientes para tornarlos dóciles. Quieren comprar el silencio de las familias de los desaparecidos con dinero.

¿Cuánto vale un hermano muerto? Cuánto vale un niño robado de sus padres y vendido a familias militares o empresariales? ¿Cuánto vale una vida humana?

La historia vista desde el Sur. Algunos años atrás, viendo el filme “La Historia Oficial”, las memorias bloqueadas comenzaron a volver. Los recuerdos borrados empezaron a revivir. Los hombres no lloran, dice el credo machista, pero lloramos mucho a la salida del cine. Bebimos mucho y los recuerdos comenzaron a volver. Recuerdos de los años pasados con el horror al lado.

Amigos desapareciendo así, los tiros a la noche, policía y ejército en cada rincón de la ciudad, en todo lugar de la vida de todo el mundo. Éramos todos delincuentes, para esos delincuentes. Para esos guerreros sin honra que mancharon la historia de mi pueblo con la sangre inocente de hombres, mujeres y niños que eran secuestrados, torturados y muertos sin acusación, sin defensa, bajo las órdenes del capital financiero y con las bendiciones de la jerarquía católica argentina.

Hoy el ejército argentino pide perdón, y los argentinos reclaman que la Iglesia Católica pida perdón. ¿Cómo perdonar a quien robó algo que no se puede reparar de ninguna manera? ¿Quién podrá devolver aquella confianza ingenua con que todo un pueblo se entregó a un sueño colectivo de justicia y hermandad?

Veinte años después, y hoy. El 24 de marzo de 1996, más de 500.000 argentinos jóvenes y viejos, salieron a las calles de Buenos Aires para recordar el genocidio. Para que la historia no se repita –porque están perdidas sólo las causas que abandonamos– no abandonamos la nuestra: ver la justicia triunfar, ver los culpables –que ya fueron condenados por tribunales civiles, con pruebas abundantes– encarcelados hasta el último de sus días, por haber violado el derecho a la vida. Hoy, más de 33 años después de iniciada la operación masacre aquí mencionada, todavía esperamos que se haga justicia, para que pueda haber paz en Argentina.

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Este artículo fue publicado originalmente en portugués por la Revista ADUFPB (hoy Conceitos), del sindicato docente de la UFPB.