Murena y el sentido sagrado del arte

Para las culturas del Oriente no es válida la separación occidental entre arte, religión y filosofía. Ven en estas disciplinas los distintos aspectos de una misma actividad cuya práctica es sostén de la vida y clave del conocimiento. Frente a ello la cultura occidental fue marcando progresivas escisiones que los artistas se han encargado de salvar. Esporádicamente surgen voces que recuerdan la sacralidad del arte, e incluso señalan que toda obra, aún en su más acabada realización, es sólo vestigio del acto creador, espiritual, que conecta al hombre con lo sagrado e incognoscible. Murena alcanzó esta conciencia en los últimos años de su no muy larga vida, y lo expuso plenamente en algunos de sus ensayos y poemas.

Fulgurante y extraña es la trayectoria de Héctor Álvarez Murena (1923-1975), perteneciente a esa generación argentina del 40 que se perfiló como generación del humanismo. Reñida con las estéticas de la vanguardia, golpeada por el desastre de la segunda guerra mundial, esa generación se formó intelectualmente en la atmósfera existencialista, tensionada entre el nihilismo y la esperanza. Por distintos caminos los grupos literarios y filosóficos del 40 protagonizaron un reencuentro con las tradiciones, con el tronco que René Guénon denominaba la Tradición.

Surgían por esos años las voces poéticas de Olga Orozco, Enrique Molina, Miguel Ángel Gómez, Eduardo Jorge Bosco, Alfonso Sola González, Daniel Devoto, Roberto Paine, Juan Rodolfo Wilcock; también Julio Cortázar, algo mayor que los nombrados, y Héctor A. Murena, algo menor. Algunos de esos poetas provenían de una formación filosófica, como es el caso de Murena. Fue una brillante promoción de moldeado académico, doblemente nutrida por la fenomenología contemporánea y la poesía clásica; produjeron una poesía culta, de tono elegíaco, reintegrada a la música y el simbolismo universal.
La problemática existencialista había sido introducida entre nosotros por Carlos Astrada, discípulo de Heidegger, a través de su obra El juego existencial (1933). Por esos años Mallea, Martínez Estrada, Scalabrini Ortiz, Bernardo Canal Feijoo, iniciaron sus indagaciones sobre la realidad argentina, inspirados en la filosofía de Ortega, las interpretaciones del conde de Keyserling y otros estímulos intelectuales.

Pero es en la década siguiente cuando esa metafísica de lo argentino empieza a ampliarse hacia el tema de América como conjunto histórico y cultural. En todo el continente asomaba con fuerza la problemática de América, a través de las obras de Asturias, Carpentier, Leopoldo Zea, Edmundo O’Gorman, Samuel Ramos, Ernesto Mayz Vallenilla. La lectura de Nietzsche, innegable maestro del siglo XX, y el peso del existencialismo, unido al de los maestros americanos, influyeron en la incipiente producción de Murena, acompañada de otros pensadores como Rodolfo Kusch, Miguel Angel Virasoro, Angel Vassallo y Manuel Gonzalo Casas. Novelas como Zama de Antonio di Benedetto (1956), ensayos como La seducción de la barbarie de Rodolfo Kusch (1953), Hombres y engranajes de Ernesto Sábato (1956) y El pecado original de América de Héctor A. Murena (1958), señalan el clima epocal de la posguerra existencialista y el imperativo de pensar lo americano como cultura nueva.

Tres novelas ubican a Murena como un narrador destacado: La fatalidad de los cuerpos (1955), Las leyes de la noche (1958), Los herederos de la promesa (1965). Sus personajes, marcados por la culpa originaria que obsesionaba al autor, afrontan dramas tortuosos e insolubles. Publicó también por esos años el drama El juez (1953) y los cuentos El centro del infierno (1956).

Originado en un comentario juvenil al Sarmiento de Ezequiel Martínez Estrada (que publicó la revista Verbum en 1946), El pecado original de América expone la idea de América como pura futuridad. Murena se considera americano de primera generación, y en consecuencia mira a América desde una óptica europea, lo cual no le impidió postular una profunda crítica de esa misma visión. Su pensamiento, adverso a la idea de la mestización, prefirió la fuga, la radicalización antieuropeísta, la opción por el Oriente, o la propuesta de lo nuevo a partir de una epojé total.

Recordemos el primer ensayo del libro, titulado “Los parricidas: Edgar Alan Poe”, que sirvió al crítico Rodríguez Monegal para inventar la generación de “los parricidas” e incluir al autor. Para Murena es el americano Poe, maestro de Baudelaire, quien inicia realmente la ruptura ética e intelectual con el pasado europeo. También considera al poema Martín Fierro como un acto parricida que merece ser continuado por los argentinos, pero su posición nada tiene que ver con una identidad vuelta al pasado. Sólo a través de un parricidio generador es posible, para el autor, crecer en la identidad propia.

En los restantes ensayos se propone pensar a América como conjunto, indagar su destino, sus posibilidades. El centro de su postulación es la culpa de los americanos, su pecado de origen marcado por la posesión hispánica sobre un continente ahistórico. Temor a la muerte y negación del amor serían las resultantes de ese lastre conflictivo que habría impedido a los americanos conformar una auténtica identidad.

En el fondo caracterizaba Murena, y la hacía extensiva a todo un pueblo, la posición de sectores intelectuales que parecieron ignorar su pertenencia al suelo americano. Inautenticidad, inseguridad y miedo eran los rasgos definitorios de esa actitud de espaldas al origen y al suelo; pero Murena se negó a tomar el derrotero de Rodolfo Kusch, consistente en una “vuelta” a las raíces. Por el contrario no veía sino la posibilidad de un estallido, un arrasamiento de todo pasado, y la inmersión en un tiempo nuevo. Por ello insiste, como Paz, como Scalabrini, en la soledad. La desposesión, gestada por ausencia de una tradición fuerte o integrada, lleva al americano a la falsedad y la imitación; la soledad surgía de la propia geografía argentina, y se acentuaba en las ciudades, como lo había señalado Martínez Estrada.
Murena hace la crítica de los escritores que en los años 20 intentaron un “arte nacional”. Exagera quizás al tomar distancia del criollismo de Borges o Güiraldes por entender que es preciso enfrentarse a la soledad, al despojamiento absoluto, única posibilidad de lograr la superación y la comunión. En este aspecto es donde despunta lo más original de Murena, aquello que conduce a su teoría de la realización personal en el encuentro con lo sagrado.
Una nueva versión de estas preocupaciones la ofrece en su segundo libro Homo Atomicus (1961). Rechazando la tentación del demonismo americano que sedujo a Kusch y a Canal Feijoo, así como las prolongaciones de la tradición europea, propuso en este ensayo, suscitador de cierto escándalo intelectual, un futurismo temerario que hoy estaría más próximo de Foucault que de Heidegger.

En Murena alentaba un gran poeta que engendró una especulación filosófica sobre el arte. Su primer libro de poemas, La vida nueva (1951) anuncia desde su título dantesco la emergencia de fuerzas espirituales que finalmente prevalecieron sobre su visión infernal del mundo. El último, El águila que desaparece (1975) expresa su despojamiento mundano y el acceso al nivel trascendental.
Se dio en él una evolución final hacia una actitud próxima al misticismo. Publicó Epitalámica en 1969, y en 1973 La metáfora y lo sagrado. Es en este libro donde se expresa plenamente su apuesta al arte como descubrimiento de lo humano en plenitud, y su reencuentro con las tradiciones sagradas.

Alternando lo narrativo con lo poético y lo teórico, Murena da cuenta en estos cuatro ensayos de la zona de encuentro a la que se sintió incorporado luego de una búsqueda incesante a través de la exploración del mal y del tiempo. Se reintegra a la música y el silencio, y abre rumbos propios para la recuperación de verdades ancestrales y olvidadas.

Una melodía recobrada en un momento de la vida puede obrar el cambio…Tenía noción de que el Universo era de esencia musical. En el principio era el Verbo. Dios crea nombrando con ondas sonoras…. Ser música se llama este ensayo que adopta la forma de un relato autobiográfico: El cantor era todos los instrumentos. Pero lo que brotaba con mayor claridad era aquello hacia lo que el canto crecía en homenaje: el silencio… Comprendí después que me había sido dado asistir al origen del arte.

Descubre Murena -como a su turno Julio Cortázar- que no es en la autonomía estética donde el arte logra sus notas más altas, sino en ese reino intermedio en que se instala como mediador, a partir de profundas experiencias transformadoras. Al respecto dice lo siguiente: El arte, al entregarse al relativo materialismo de lo estético, indica que su autonomía ha tenido el precio de perder el contacto directo con lo absoluto.

El segundo ensayo, titulado El arte como mediador entre este mundo y el otro, se pregunta por la melancolía, no como potencia puramente negativa, sino como iniciadora de un movimiento del alma hacia su origen, movimiento al que le es específico buscar las expresiones del arte. Concluye esta meditación afirmando: El arte, la esencia del arte es la nostalgia por el Otro Mundo (p. 24). Y sentencia platónicamente: La obra revela el mundo arquetípico que allende lo sensible es sustrato del mundo apariencial (p. 26).

Y sin embargo, el arte es presencial. Su propio obrar, como lo pensaron los poetas órficos, pone en marcha una energía salvífica que abre camino a la presencia. Lo presencial del arte redime al artista de la melancolía que lo ha movilizado, cumpliendo una doble operación: llevar más allá (meta-phorein) y traer más acá. Murena ha considerado con clara visión la situación trágica del artista contemporáneo, que asiste a la etapa de la nigredo alquímica. No es pesimista, sin embargo, en tanto el artista sea consciente de ese paso por los infiernos.

El arte, dice el poeta, reclama humildad. Vemos asomar nuevamente aquella docta ignorancia de Nicolás de Cusa, hecha de fe en Dios y la naturaleza divina del hombre, y simultánea conciencia de las limitaciones racionales. Sólo el artista que lo comprenda podrá forjar el poder espiritual del silencio interior capaz de vencer todas las negatividades (p.53).

El tercer ensayo, La metáfora y lo sagrado, entra más a fondo en la definición de la Belleza, previniéndonos contra la estética, o mejor contra el esteticismo. Para Murena, como para la vasta familia del humanismo, el arte no es fin en sí mismo, sino símbolo, mediación. La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que transmite el misterio, dice. Las grandes obras de la literatura son poéticas, arquetípicas, cualquiera sea su género.

Y va más lejos: La operación de la metáfora es fe (p. 63). Toma distancia de la poesía que se convierte en filosofema: La poesía no juzga, nombra mostrando, es sustantiva, crea, salva (p.65). El arte es la operación mediante la cual Dios mueve el amor recíproco de las cosas creadas (p.67). Sólo la poética de Marechal, por otros caminos, llegó entre nosotros a estos niveles de identificación entre poesía y mística.

Cortázar habló de la obra de arte como dibujos de tiza en las veredas. El arte realmente grande, dice Murena, no viene a mostrarse. Aparece, es cierto. Por su brillo desusado nos llama. Pero el arte es movimiento. Y pasa.(p.70) El artista es menor cuando se aferra a la Tierra, con olvido del Cielo. (p. 71) Su destino es llevar una vida poética (ese vivir poético del que habló el Surrealismo de Breton), resucitar el Adán primordial, que Marechal objetivó narrativamente en su Adán Buenosayres.

El último ensayo lleva el título La sombra de la unidad. Allí contrapone Murena dos imágenes bíblicas: Babel y Pentecostés, para explicar el problema de la palabra, el más peligroso de los bienes en el decir de Hölderlin. El lenguaje, que ha dividido a los hombres, también puede llegar a reunirlos: Pentecostés es una obra de arte romántica. El arte romántico es la re-presentación del mundo que procura restablecer la Unidad anulando la distancia. Pero esa distancia misma es medida e incorporada a la percepción del artista romántico; necesita ser, según Murena, una personalidad de alta fuerza transfiguradora (p. 107).

Este libro expresa en forma absoluta la compenetración de Murena con la concepción humanista del arte y el lenguaje, así como su sentido heideggeriano de la revelación o alétheia del Ser en la palabra.
Como complemento de esta obra pueden verse los diálogos radiales de Murena con D. J. Vogelmann, transmitidos en tiempos de envidiable interés por la cultura y publicados por Sara Gallardo en 1978, cuando ya la voz de Murena había callado, con el título El secreto claro. Estos diálogos entre dos hombres talentosos y profundos muestran bien a las claras la evolución última del pensamiento de Murena hacia una plena crítica de la Modernidad, y su acercamiento definitivo al tronco místico y tradicional del Oriente. Vogelmann conduce sabiamente el diálogo, interroga a Murena acerca del Tao, la Torah, el I Ching, el Jádir, el Corán, o se internan en ciertas formas de filosofía occidental como la fenomenología para remontarse a Eckhart y a Heráclito.

La decadencia de nuestro tiempo se mostraba a los ojos de Murena con toda evidencia; se imponía en él la idea de la Kehre heideggeriana, traducida como vuelta o torna. Los motivos del libro a que me he referido antes aparecen en estos diálogos con la vivacidad de la conversación y la lucidez de una inteligencia madura. Se hace presente la compenetración de Murena con el Oriente, en particular con el Islam, o con el cristianismo de los patriarcas ortodoxos, el de los hesicastas y los monjes del monte Athos, capaces de fusionar legados de Oriente y Occidente.

Tal vez le sea imposible al hombre occidental alcanzar la serenidad imperturbable del Buda, o la visión equilibrada del Tao. Su caída, su dispersión, son fuente de una tragicidad cuya dimensión alcanzó y protagonizó Murena como un destino irrenunciable.

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