Julio Cortázar: la búsqueda del cielo

fotoEn el centenario de su nacimiento**, celebramos la obra de este creador argentino al que le tocó nacer y morir en Europa. Lejos de perder actualidad, su obra se muestra como un mensaje para el siglo XXI.

Plural, incitante, lúcidamente filosófica, tocada por la gracia poética, la obra de Julio Cortázar se muestra como un signo complejo que señala las últimas evoluciones y aporías del pensamiento occidental, y apunta a la vez, con vigor creativo, a la potencialidad americana y a un nuevo estadio de la cultura. La suya es literatura en altísimo grado -aunque abomine de ella- consciente de sus propias estrategias y modos de figurar y apelar al lector, pero nunca deja de ser poesía que traspasa los límites de lo “literario” para constituirse en llamada, luz entre dos subjetividades, espacio milagroso abierto hacia otra realidad: esa tierra incógnita que empieza a ser vislumbrada desde el ejercicio poético, y que tal vez constituya su última justificación.

La literatura en su conjunto guarda relación con esta experiencia, a veces rememorada o predicada, otras intuida, vivida o ambicionada, que da lugar al relato, la figuración alegórica de la “aventura”, la epopeya, pero también al drama, la lírica, el testimonio novelesco, el diario espiritual. La Modernidad, al crear un contexto más y más adverso a la com­prensión y contextualización de la experiencia interior, la condena a una épica cómica, o al tratamiento indirecto de un especial realismo: mágico, surreal, expresionista, siempre en definitiva absorbido por una recepción estética que impide o desfigura su propuesta cognoscitiva. Esto condiciona la restricción del público, la elección de aquel remoto lector (Rayuela) pronto a la comunicación estética profunda y reveladora.

Julio Cortázar es un máximo ejemplo de la posición romántica del poeta-buscador, perseguidor, vigilado por una introspección aguda que intenta la justificación epistemológica de la búsqueda misma, a la par que rebaja y destituye histriónicamente los fueros intocables del poeta. Toda su obra gira alrededor de esa figura de poeta-visionario que es su proyección más íntima, generadora de un doble como contrapartida inexcusable en la conciencia escindida que a veces, de modo fulgurante, alcanza la unificación plena en el sentido junguiano. El dialogismo de esos polos engendra la permanente movilidad de su discurso. Dobles son sus lenguajes, sus personajes, sus niveles de realidad y sus marcos de referencia filosófica; doble es su ubicación histórica, desgarrada entre Europa y América, siendo Europa el lugar en que le tocó nacer y morir, y también el que eligió en la mitad de su vida, y América innegablemente su patria, a la que ofreció su permanente compromiso y su más entrañable sentimiento.

Persio, Johnny, Oliveira, Lucas, encarnan en distintas escalas ese buscador que sería para ciertos críticos “el mito burgués del artista”, y en nuestro entender es por el contrario su esencial y permanente configuración, más aún, la representación de un destino simplemente humano.

Sus personajes, como los múltiples yos de sus relatos, nominados o no por el escritor, son siempre el mismo héroe trasladado a una escala cómica y menor, que vive su aventura en míseros escenarios o en situaciones desopilantes e inesperadas. Buscador que presiente la significatividad de las realidades cotidianas, descubre secuencias de sentido a partir de los sucesos más triviales, constata las figuras caleidosocópicas formadas por seres que se encuentran y se desencuentran en misteriosos egrégores (palabra usada en la Edad Media para designar precisamente a grupos espirituales); sospecha en la naturaleza la presencia de un mecanismo inexplicable y pavoroso; espía el reino animal, den­so de misterio; experimenta la salida del tiempo-espacio; oye vibraciones no a todos audibles; se sabe y reconoce diferente, sin la soberbia de sentirse único. Como Virginia Woolf, un alma afín a la suya, Cortázar prolonga una literatura del momento epifánico en que se manifiesta esa otra realidad que la escritora inglesa llamaba Realidad. Entiende el arte a la manera órfico-pitagórica, como escala de conocimiento y posibilidad de transformación -para el autor, para el lector- y como lenguaje que, si bien llama la atención sobre sí luciendo atributos y dones de encantamiento, se halla lejos de constituir una finalidad en sí mismo: puede ser arrojado y destruido como una herramienta inútil, toda vez que ha logrado esa configuración constituyente, quizás esa comunicación ambicionada.

Sus textos adquieren un carácter experimental, como los tablones colocados entre una y otra ventana para un paso precario, o las figuras de tiza en las veredas, prontas a ser barridas por el viento y la lluvia. Sólo el arte grande y verdadero, el arte movilizador del espíritu es capaz de esta desencarnación, que nos remonta a la reflexión plotiniana: la belleza es algo más que simetría y proporción de los elementos de una obra; es sobre todo su impulso transformador.

Como Persio, hijo de su pluma, Cortázar es un contemplador de lo real, un fenomenólogo que se aplica a develar el sentido de lo dado y del que contempla. Dispone en sus páginas figuras de sentido que la intuición poética jerarquiza, mostrándose inclinado a una estructura simultáneísta y abstracta que ha sido propia de la ciencia y a la vez de la experiencia vanguardista, en esencia acrónica. Es este un aspecto poco estudiado de la vanguardia, que se revela en la faceta mística de Chagall, Mondrian, Apollinaire o Huidobro. La experiencia intemporal tiende a expresarse por la fragmentación de la realidad sensible y el armado de un nuevo conjunto que plasma una distinta dimensión del tiempoespacio.

Frecuenta Cortázar los últimas estribaciones del pensamiento científico y filosófico de Occidente en su tiempo, comparte su apertura, el impacto del principio de incertidumbre y las vibraciones brownianas que parecen imitadas en su estilo; sin embargo no desaparece de su obra la tensión ética e incluso en sus últimos tiempos, política, que lo distancia de los lenguajes computacionales, los ejercicios meramente formalistas o la pura deconstrucción. La metáfora de la cinta de Moebius (Último Round), no sirve a un abandono de la ética sino a un reconocimiento del misterio.

Un “otro” aparece desafiado o cuestionado desde una dinámica que supone el movimiento hacia la unidad y su contrario: es el doble compás de analogía y criticismo -empatía y extraposición, diría Bajtín- característico de la actitud cortazariana. La unidad de que hablo se halla desde luego distante del universo laplaciano o de la metafísica clásica; es la unidad de un universo móvil, que parece caótico pero a veces conmueve con el roce de un orden secreto y escondido: orden que pauta la migración exactamente repetida de las anguilas; orden que preside la música, y la hace por ello más próxima al número de la realidad; orden que el artista tiende a imitar sin que ello suponga egoísmo ni insensibilidad a los procesos históricos. Ese orden secreto prescribe los encuentros de Oliveira y la Maga, a despecho de la causalidad cotidiana. Son los intersticios, los instantes privilegiados de vivencia y comprensión, incentivos para la reflexión iluminadora del poeta.

El mundo era tan sólo una música viva, repitió con su maestro Arturo Marasso, instructor en mitos y orfismo. Y su obra, no conforme con expresar poéticamente esta “zona”, como le gustó llamarla a la manera de Tarkovski, se propuso analizarla y ahondarla a través de un trabajo teórico y crítico de rigor ejemplar. No se ha dado aún al poeta moderno el lugar que merece como epistemólogo e iniciador de una “ciencia nueva” en el sentido de Vico. El artista es un filósofo de la percepción ampliada, de la visión y la cognición plena. No un bordador de lenguajes. Cortázar lo sabe. Palabras perrras.

Cambiar el mundo es un imperativo ético que en determinado momento irrumpe con fuerza en la vida de Julio Cortázar, pero cambiar la vida, como lo quería Rimbaud, es su más constante aspiración. Cambiar la vida es alterar la conciencia habitual, ampliar el conocimiento hacia ese “tercer ojo” o “tercer brazo” (archibras) que se halla al fondo de la experiencia surrealista. Rimbaud, no Mallarmé, es su maestro, y así lo señaló en un temprano trabajo firmado Julio Denis (revista Huella, dirigida por José María Castiñeira de Dios, Nº2, 1942).

Como Borges, dio vuelta el mito de Asterión. Mirar del lado del monstruo pudo ser en Borges un ejercicio literario, o no; en Cortázar se revela como vocación profunda. Su comprensión superrealista del mito aparece ya en Los Reyes. El creador es minotauro sin dejar de ser Teseo; es el perseguidor y el perseguido.

No es extraño por ello que sus relatos, tan perfectos en su estructura íntima, ten­gan agujeros, huecos, vacíos inquietantes, o que sus novelas se hayan transformado en juego abierto, puente hacia la expresión y la recepción de una vivencia que germina a partir del momento estético; su estilo adopta la forma de una escritura avasallante, sin tema, sin objetivos inmediatos, sin argumentos. Irrumpe creando su propio lenguaje a cada instante.

Esta escritura desatada como la llamó Cervantes se nutre de vida personal; no marcha hacia los sistemas computacionales, hacia la inercia volitiva o la negación del sujeto. Por el contrario sacude a su lector y lo incorpora a la aventura fascinante de indagar en todas direcciones, sin omitir cierto agonismo existencial. Por supuesto no todos los exégetas de Cortázar han sabido advertir estas múltiples facetas. También en el campo de la crítica existen cronopios que conocen el corazón del alcaucil y famas que no se despegan de un realismo avant la lettre. Muchos estiman aspectos parciales del genio de Cortázar, sin aceptar su radicalidad gnoseológica y metafísica.

El propio Cortázar reconocía ante una pregunta nuestra, cuando todavía nos decíamos ceremoniosamente de usted: “La búsqueda de lo otro. Sí, es el tema y la razón de ser de Rayuela. Todo el libro gira en torno a ese sentimiento de falta, de ausencia, y aunque el protagonista está lejos de llegar a esa meta que vagamente entrevé, su epopeya cómica como muy acertadamente la define usted, no es más que una especie de búsqueda de un Graal en el que ya no hay la sangre de un dios sino quizás el dios mismo, pero ese dios sería el hombre, aquí abajo, el hombre libre de lo que lo condiciona y lo deforma, empezando por los dioses mismos”. (1963)

(Se me perdonará que en mi reciente libro* Julio Cortázar: razón y revelación, que refunde y amplía otro más antiguo: Julio Cortázar y el hombre nuevo, me haya permitido incluir esta y otras cartas del autor, que iluminan su obra). Tal declaración luego ampliada en otras conversaciones personales no impidió nuestra interpretación de un Cortázar cósmico y a su modo religioso, en permanente acecho de la revelación, con una lucidez cuyo objetivo parece ser el acceso a la “conciencia axial” o satori. Es un indagador del hiperespacio, nivel metafísico al que nombramos metafóricamente como “cielo”.

Tal el sentido último de la aventura mítica: el cruce del umbral es precisamente la objetivación narrativa del paso a otro mundo, el acceso al cielo de la rayuela. No nos extrañe en la obra de Cortázar la continua referencia a juegos, pasajes, ritos y símbolos; los recrea narrativamente, los alude desde la interioridad lírica, los sugiere por deslizamientos y tanteos. El goce estético, en sus obras, se presenta como desestabilización y reordenación. Su narrativa se convierte en formalización de la experiencia suprarreal. Es el solista de jazz que improvisa sus partituras, más que el hacedor de la obra perfecta, terminada.

Su escritura, eminentemente subjetiva, avasalla los géneros creando cierto rebasamiento de la palabra por apelación a la imagen, como es propio del impulso poético. En ella se afirma el sujeto fenomenológico que contempla e interpreta, la conciencia poética en tensión que remodela el lenguaje y lo convierte en palabra viva, o -para decirlo con palabras de Gonzalo Casas- en expresión del pensamiento real.

Es el artista de vanguardia que cumple la etapa heideggeriana de la vuelta, el artista que une a Joyce con Platón, el descubridor de Marechal y Lezama para los medios seudointelectuales plagados de prejuicio. Es el perseguidor de una transhistoria que comienza en su propia y deslumbrante aventura.

* Graciela Maturo, Julio Cortázar, razón y revelación, (Buenos Aires: Biblos, 2014)
** 2014

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